Carlo Fromenti A modo de introducción
A veces ocurre que uno ve el título de un libro que acaba de salir y se dice: «Tengo que leerlo». Es lo que me ocurrió con el libro de Enzo Traverso, Rivoluzione 1789-1989. Un’altra storia (Feltrinelli) [Hay traducción española: Revolución: Una historia intelectual (Akal, 2022)]. Después, el acecho de otras prioridades de lectura, unido a una obra exigente cuya versión final estuve a punto de descartar (1), pero sobre todo la exhaustiva presentación del ensayo de Traverso que pude consultar en el blog de mi amigo Alessandro Visalli (2), me hicieron aplazar la compra y luego olvidar la intención de realizarla. Sin embargo, este verano, mientras traducía el libro de Kevin Ochieng Okoth, África Roja (la edición italiana llegará a las librerías de la mano de Meltemi el próximo mes de noviembre, con un epílogo mío), me topé con una cita de la edición inglesa del texto de Traverso, y mi interés se reavivó, sobre todo porque la cita forma parte de una crítica –compartida por el escritor– a un movimiento comunista occidental que prácticamente ha ignorado la contribución de las luchas de liberación del Sur global a la renovación del marxismo. Como creo recordar que Visalli también atribuye a Traverso interesantes reflexiones sobre el tema, me he resarcido de no haberlo comprado hace un par de años, y aquí estoy para comentar la contribución del autor al análisis de dos siglos de experiencias revolucionarias.
Antes de comenzar el discurso, haré un par de observaciones preliminares para facilitar al lector la comprensión del punto de vista del escritor, así como la decisión de comprar o no el libro. En primer lugar, debo confesar que me ha sorprendido gratamente que Traverso haya publicado una obra que (también) puede considerarse una profunda investigación iconográfica sobre la producción de símbolos, imágenes y figuras (pinturas, obras de arte, fotografías, banderas, carteles, uniformes, etc.) asociados a los diversos acontecimientos revolucionarios de los siglos XVIII, XIX y XX. Un extraordinario repertorio visual que, en mi opinión, vale por sí solo la compra del volumen. Pasando al análisis histórico, político e ideológico, debo confesar, en cambio, que he encontrado cierta dificultad para organizar mis reflexiones críticas, debido a que algunas de las ideas de Traverso que suscribo casi en su totalidad se entremezclan con valoraciones y juicios que considero insuficientes, o con los que discrepo. Esta coexistencia de impresiones positivas y críticas ha influido en la estructura rapsódica del texto que van a leer, así como en las repeticiones debidas a que los mismos temas se abordan desde distintos puntos de vista en diferentes partes.
¿Un Marx constructivista?
Creo que la aportación más interesante de Traverso consiste en la distinción entre dos regímenes discursivos distintos, si no incompatibles, que se encuentran en la obra de Marx. En particular, según Traverso, habría un Marx «determinista», que surge sobre todo de los textos fundacionales de la Crítica de la economía política, y un Marx «constructivista», cuyas ideas se encuentran sobre todo en los escritos histórico-políticos, como18 Brumario y otras reflexiones sobre el ciclo de las luchas revolucionarias en la Francia del siglo XIX (3)
En la tendencia determinista del fundador del comunismo, sostiene Traverso, influyó el contexto histórico en el que se desarrolló su análisis del capitalismo, caracterizado por el despegue del industrialismo del siglo XIX. La visión marxiana de la función «revolucionaria» del desarrollo capitalista, como motor del progreso técnico, económico, civil y cultural capaz de barrer los restos de las sociedades preburguesas (visión que emerge paradigmáticamente en el Manifiesto), sostiene Traverso, es el reflejo, si no el producto, de la aceleración del tiempo, la neutralización de las distancias geográficas y la ruptura de las barreras geopolíticas que posibilitó la revolución industrial. La metáfora de la revolución como «locomotora de la historia»refleja el papel del desarrollo tumultuoso de las redes ferroviarias que devoran el espacio gracias a la aceleración temporal (sin olvidar las nuevas tecnologías de la comunicación, empezando por el telégrafo). La concepción casi salvífica del desarrollo de las fuerzas productivas que se encuentra en ciertos escritos de Marx, escribe Traverso, pertenece a la época de la física y la termodinámica modernas, y funda una visión «teleológica» de la historia como un largo camino lineal hacia el progreso. El punto de vista economicista/determinista, inspirado en el dogma del papel central del desarrollo de las fuerzas productivas en la dirección del proceso histórico, genera a su vez la creencia en la existencia de leyes históricas «objetivas», según las cuales la transición entre los modos de producción comunista primitivo, antiguo (o asiático), feudal, capitalista y socialista es interpretada por el «materialismo histórico y dialéctico» (la versión «osificada» del método marxista nacida de la ortodoxia) como el resultado de «necesidades» inmanentes a la historia.
Esta reflexión crítica sobre las tendencias deterministas de la teoría marxista, parcialmente legitimada por el propio Marx, no carece de precedentes. Cualquiera que haya frecuentado el debate ideológico en las últimas décadas sabe que posiciones similares han surgido en varias ocasiones. Entre otras, las defendidas en varias ocasiones (4) por mí mismo similares a las formuladas por Costanzo Preve en un libro de 1984 (5). Preve no se limitó, sin embargo, a identificar dos regímenes discursivos en el corpus marxiano: enumeró al menos tres que definió, respectivamente, como gran narrativa, determinista-naturalista y ontológico-social. El primero identifica al proletariado industrial como el sujeto histórico «objetivamente» destinado a derribar el modo de producción capitalista; el segundo toma prestado de los modelos de la ciencia del siglo XIX el concepto de comunismo como resultado «científicamente previsible» de la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción; el tercero, por el contrario, excluye la existencia de automatismos teleológicos inscritos en la historia.
Dado que las dos primeras coinciden, a grandes rasgos, con la visión determinista descrita por Traverso, aunque hay que señalar que no sólo se encuentran en los trabajos «científicos» (según los criterios althusserianos) del Marx crítico de la economía política, sino que también surgen ocasionalmente en los análisis de los acontecimientos históricos contemporáneos a él. Dado que la tercera –ya presente en el pasaje de la Sagrada Familia (oportunamente citado por Traverso) en el que se dice que no es la historia la que utiliza al hombre como medio para poner en práctica sus propios fines (la astucia hegeliana de la razón) sino que es la historia la que no es más que la actividad del hombre persiguiendo sus propios fines– encuentra su formulación más admirable y lograda en la obra maestra del último Lukacs la Ontología del ser social (6), donde el autor señala al trabajo como modelo de toda acción intencional humana (volveré sobre ello más adelante). El propio Lukacs muestra cómo incluso en el análisis económico marxiano hay trazas consistentes de «constructivismo». Dicho todo esto, y al margen de las distinciones que se acaban de evocar, quisiera afirmar que, al menos hasta aquí, estoy de acuerdo con las tesis de Traverso, especialmente en lo que se deduce 1) que la transición del capitalismo al socialismo no tiene un carácter espontáneo e ineluctable; 2) que todas las revoluciones trascienden sus causas «objetivas» y siguen dinámicas particulares (contingentes) que cambian el curso «natural» de las cosas; y 3) que, por estas consideraciones, no es posible en modo alguno ignorar la autonomía de lo político ( 7) respecto de los factores «estructurales».
Notas al margen (1). Benjamin
El pensamiento «herético» de Benjamin ejerce un fuerte impacto en la visión de Traverso, que parece fascinado por la crítica radical de Benjamin a la idea ilustrado-burguesa de progreso en general y a su variante marxista en particular. En marcado contraste con la cultura de la II Internacional, hegemonizada por la socialdemocracia alemana, y la visión «gradualista» de una transición al socialismo jalonada de reformas «progresistas» capaces de mejorar las condiciones materiales y el nivel sociocultural de la clase obrera, Benjamin consideraba estos «pasos adelante» como otros tantos clavos en el ataúd de cualquier perspectiva de cambio revolucionario. Al mismo tiempo, aunque apreciaba el giro revolucionario del XVII, Benjamin discrepaba del «modernismo» de sus dirigentes. Si Marx había visto la revolución como la locomotora de la historia, y si Lenin afirmaba que el socialismo en Rusia nacería de la combinación de los soviets y la electrificación, Benjamin invirtió la metáfora, equiparando la revolución con el freno de mano al que se aferra el pueblo para detener la carrera hacia el abismo de crisis y guerras provocadas por el «progreso» capitalista. El suyo, escribe Traverso, era un materialismo histórico antipositivista que aniquilaba la idea de progreso (8).
Refiriéndose en particular a las «Tesis sobre la Historia», Traverso insiste en el punto de vista de Benjamin que, contrariamente al historicismo, que liquida el pasado como un proceso irreversiblemente realizado (aunque hay que precisar que esta crítica no es extensible a la cultura marxista en general), cree que se cierne en el presente (piénsese en la imagen del Angelus Novus) y puede resucitar, redimiendo a los vencidos y oprimidos de cada época y reintegrando sus historias en el acontecimiento revolucionario presente (de ahí la otra metáfora de la revolución como un tigre que salta al pasado). Contra la crítica que ve a Benjamin como un pensador idealista y conservador, Traverso objeta que, al formular su proyecto de «salvar la historia», este brillante hereje no pretendía en absoluto «volver atrás y repetirla», sino una forma de cambiar el presente que pudiera salvar el pasado.
La revolución rusa: ¿marxismo oriental frente a marxismo occidental?
A diferencia de Domenico Losurdo (9), Traverso parece convencido de que la cultura bolchevique, a partir de Lenin y Trotski, era indiscutiblemente occidentalista. El hecho de que la Revolución de Octubre fuera, en palabras de Gramsci, «una revolución contra el Capital», en el sentido de que no respetó el «canon» marxista formulado a finales del siglo XIX por Engels y Kautsky, que excluía la posibilidad de realizar el socialismo en un contexto de atraso de las fuerzas productivas, como el ruso a principios del siglo XX, no parece socavar esta convicción.
Quizás por eso su simpatía parece ir más hacia Trotsky que hacia Lenin aunque, por lo que he leído, no creo que se le pueda llamar trotskista (al menos en sentido estricto). Lo que le fascina de Trotsky parece ser, sobre todo, el concepto de revolución permanente y el intento de identificar los factores «objetivos» que hicieron posible la revolución con la copresencia de formaciones sociales en diferentes niveles de evolución histórica (volveré sobre este punto cuando hable de las revoluciones del Tercer Mundo). En cuanto a Lenin, Traverso parece apreciar sobre todo al Lenin «antiautoritario» de Estado y revolución (10), en la medida en que, siguiendo la estela de Marx, señala a la Comuna de París como el modelo de un poder popular «sin Estado». En efecto, esa obra vuelve a proponer la visión decimonónica –compartida por marxistas y anarquistas– de una revolución destinada a destruir la idea misma de un poder soberano, aunque la concepción marxiana, y más aún la engelsiana, prefiriera razonar sobre la extinción más que sobre la abolición del Estado. El libro de Traverso, por otra parte, carece de un estudio en profundidad del pensamiento posrevolucionario de Lenin (sorprende la ausencia de una reflexión sobre la experiencia de la NEP, decisiva para analizar las formas inéditas de transición socialista actualmente en curso, empezando por la China posmaoísta).
Dicho esto, Traverso no cae en la trampa de los intelectuales postcomunistas que querrían ver en Lenin al precursor del «totalitarismo» comunista (por cierto, hay que alabarle su negativa tajante a aceptar la absurda asociación entre fascismo y comunismo, de la que recientemente ha sido culpable el Parlamento Europeo, con la complicidad de la mayoría del mundo intelectual «izquierdista»). Su atención se centra más bien en la militarización de la lucha de clases asociada a la guerra civil de los años 18, 19 y 20 (militarización a la que Trotsky contribuyó no menos que Lenin…) y a la concentración del poder en manos del partido en detrimento de la democracia de los soviets. Y he aquí una tesis que vuelve en todos los análisis que Traverso dedica a los procesos revolucionarios que considera. Tesis que puede resumirse en una afirmación cuando menos «fuerte»: la tradición revolucionaria es la contradicción insoluble (subrayado mío) entre un momento extático de autoliberación y su inevitable (ídem como arriba) transformación en acción organizada. Y de nuevo: la emergencia de los símbolos y las instituciones de una nueva soberanía se corresponde inevitablemente con el reflujo y la invisibilidad de la multitud a la que teóricamente representan (de nuevo, la cursiva es mía).
Resumiendo: poniendo entre paréntesis la sintomática referencia al concepto negro de multitud (11) , Traverso parece indicar en la prevalencia del momento organizativo y en la «condensación» del poder popular en nueva soberanía estatal las causas fundamentales de la degradación del proyecto revolucionario. Cuidado, sin embargo: en ninguna parte de su obra se asocia esta degradación al concepto de contrarrevolución. La línea obrerista/populista de Stalin, bien descrita por Rita di Leo (12), que pretendía sustituir a la vieja dirección bolchevique, de origen burgués e ideológicamente cosmopolita, por nuevos cuadros dirigentes de extracción obrera y campesina, siempre ha reunido el consenso de la mayoría del pueblo ruso, como confirmó la gran movilización patriótica contra el nazismo. La cuestión es que todo el análisis de Traverso sobre la revolución bolchevique hasta su fracaso a finales del siglo XX adolece de una flagrante contradicción. Por un lado, se nos dice, en sintonía con la opción antideterminista recordada anteriormente, que la degradación de la Revolución del 17 no era ineluctable, no estaba «escrita en las estrellas», por otro lado, como acabamos de ver, se habla de la prevalencia inevitable del momento organizativo y del eclipse igualmente inevitable de la multitud por el nuevo poder soberano.
Intentaré ampliar este punto más adelante, razonando sobre las revoluciones del Tercer Mundo. Por el momento, me gustaría retomar la cuestión sobre el marxismo de los bolcheviques: ¿occidental u oriental? Sobre el occidentalismo de Trotsky no hay duda, su punto de vista, como reitera Traverso, era que el socialismo no era la negación sino la superación dialéctica del capitalismo y su civilización. En otras palabras, su pensamiento era interno a la propia visión eurocéntrica de Marx (superada en la última década de su vida), que había imaginado que la expansión capitalista salvaría a continentes enteros de la barbarie, el arcaísmo y el estancamiento económico. Incluso en Lenin no faltan elementos de occidentalismo, desde la consigna sobre los soviets a la electrificación pasando por la exaltación del taylorismo (compartida por Gramsci), sin embargo su teoría del imperialismo, que ampliaba el escenario de la lucha de clases a las luchas de liberación nacional de los pueblos coloniales, iba en dirección contraria al desplazarel eje del conflicto mundial del polo noroeste al polo sudeste (la conferencia de los pueblos coloniales celebrada en Bakú por iniciativa del régimen soviético sembró las semillas del espíritu de Bandung que germinarían después de la Segunda Guerra Mundial).
Notas al margen (2).Cultura revolucionaria e imaginería «sobrehumana»
Si hay una corriente de la cultura soviética que pueda definirse con razón como occidentalista, es sin duda la de cierto tipo de vanguardia artística y (pseudo) científica, así como imbuida de un imaginario utópico que, por un lado, presenta un estrecho parentesco con el futurismo italiano y europeo y su exaltación de la técnica y la velocidad, y por otro, anticipa el imaginario de la ciencia ficción angloamericana, hasta las corrientes más recientes del ciberpunk y los sueños «transhumanistas» (13) de hibridación hombre-máquina; todo ello mezclado con esperanzas y expectativas apocalípticas y proféticas. Tanto es así que, al analizar el fenómeno, Traverso cuestiona con razón el análisis de Koselleck (14) sobre el utopismo moderno como residuo secularizado de aspiraciones escatológicas. Traverso cita a este respecto, entre otros, al pionero de la ciencia ficción rusa Bogdanov (15) y a otros exponentes del grupo de los llamados «constructores de dioses». Estos círculos culturales anunciaban un futuro en el que la ciencia se convertiría en todopoderosa, hasta el punto de conceder la inmortalidad a nuestra especie. Incluso Trotsky, recuerda Traverso, presagiaba una época en la que «el hombre se acostumbrará a ver el mundo como arcilla dócil que debe ser moldeada en formas vitales cada vez más perfectas».
Personalmente creo que este aflato profético, claramente inspirado en temas judeocristianos y gnósticos secularizados, alcanzó su cima más significativa en un autor como Ernst Bloch, quien, en el monumental Principio esperanza (16), explota las escasas y reticentes alusiones marxianas a la realidad futura del socialismo forzando sus consonancias con los anuncios religiosos de un paraíso terrenal por venir. Así, como he mencionado en otro lugar (17), habla de «un único movimiento hacia adelante en el mundo transformable y que implica la felicidad», «de la quietud del fin de la historia», de un futuro similar a la «tierra donde fluyen real y simbólicamente la leche y la miel» anunciada por todas las religiones superiores, del devenir «auténticamente humano» del individuo emancipado del individualismo burgués en una comunidad socialista sin Estado, para llegar finalmente a imaginar el borrado de la frontera entre el hombre y la naturaleza a la cabeza de un movimiento dialéctico en el que esta última cumpliría su propio fin inmanente (evocando sugerencias místicas à la Teilhard de Chardin) haciéndolo todo posible, incluso la abolición de la muerte.
Qué decir de estas visiones, salvo que estaban destinadas a chocar con la realidad del proceso concreto de construcción de una sociedad socialista en las duras condiciones de la época (no es casualidad que Bloch, decepcionado por la realidad en cuestión, regresara a Occidente). Me parece que el divorcio entre el comunismo occidental y el oriental también tiene que ver con esta estridente diferencia, no menos que con la represión estalinista de la intelectualidad revolucionaria.
¿Libertad positiva o libertad negativa?
Había advertido al lector de que se encontraría con alguna repetición, y de hecho debo reiterar inmediatamente la observación hecha anteriormente: Traverso tiene el mérito de dejar salir por la puerta el determinismo estructural (economicista), tras lo cual lo vuelve a dejar entrar por la ventana en forma de determinismo «superestructural» (el partido, el Estado, las instituciones y otras formas organizativas ahogan inevitablemente la iniciativa autónoma de las multitudes). Lo vimos en la reconstrucción histórica de la revolución rusa, lo volvemos a ver en esta discusión sobre la crítica de los regímenes revolucionarios en la medida en que ahogan la democracia y la libertad.
Por un lado, Traverso aborda el tema con simpatía: se niega a definir el régimen estalinista como una contrarrevolución, añadiendo que nunca apareció en el horizonte una alternativa «de izquierdas» creíble a ese régimen, de modo que si los bolcheviques hubieran sido derrotados, habría triunfado un régimen fascista. Es más: añade que la crítica libertaria rara vez (ruego corregir: ¡nunca!) explica cómo las revoluciones pueden preservar la libertad completa sin ser derrocadas. Pero si esto es cierto, Lenin tenía razón al contrarrestar la crítica de Luxemburg –que acusaba a los bolcheviques de fetichizar el momento revolucionario descuidando las reglas necesarias para establecer la libertad como un orden duradero– diciendo que si la hubieran escuchado los contrarrevolucionarios los habrían barrido.
Abro aquí un paréntesis sobre las revoluciones bolivarianas (Venezuela, Bolivia y Ecuador en particular), ya que confirman plenamente lo que se acaba de afirmar. Todos estos regímenes revolucionarios llegaron al poder por medios legales (es decir, ganando elecciones) tras lo cual, habiendo mantenido las reglas de la democracia representativa (aunque las nuevas constituciones instituyeron formas inéditas de democracia directa y participativa), se vieron expuestos a contraofensivas reaccionarias apoyadas por el imperialismo occidental (EE.UU. y UE) que, en el caso de Ecuador, lograron restaurar un régimen neoliberal (18), en Venezuela fracasaron sólo gracias al apoyo de las fuerzas armadas dirigidas por oficiales progresistas, mientras que en Bolivia varios intentos de golpes militares se vieron frustrados por el amplio consenso de una población con amplia mayoría de etnia indígena.
Razonando sobre esta ola contrarrevolucionaria, el ex vicepresidente boliviano Álvaro García Linera (19) destaca cómo las «izquierdas» libertarias, aunque incapaces –véase más arriba– de señalar alternativas políticas a los regímenes revolucionarios en el poder, se han puesto de hecho del lado de las oposiciones de derecha, en nombre de la «restauración de la democracia» (que nunca ha sido formalmente cuestionada). Frente a estas posiciones, Linera las atribuye a una visión demonizadora del poder político como tal, que ignora la necesidad de resolver el problema de su gestión si realmente se quieren cambiar las cosas. Traverso parece estar de acuerdo cuando afirma que durante las revoluciones árabes la cuestión del poder resultó ineludible. Pero luego retrocede ante el espectro de la soberanía. En la medida en que las revoluciones son una violencia que destruye el derecho tradicional y constituye la premisa para el surgimiento de una nueva soberanía, argumenta, se crea un vacío: por un lado, el poder democrático y popular es difuso e irrepresentable, por otro, el poder de la organización revolucionaria (el partido y las nuevas instituciones políticas) se concentra llenando este vacío y neutralizando/descubriendo el poder popular.
Por cierto, este riesgo no sólo inquieta a Traverso: autores no sospechosos de democratismo, como Costanzo Preve y Domenico Losurdo, expresan el mismo tormento, que el primero exorciza evocando la perspectiva de la comunidad de productores libres independientes (20), mientras que el segundo, tras rechazar la solución marxista que contrapone la libertad positiva (la libertad de actuar, la libertad revolucionaria o, si se quiere, constituyente), a la libertad negativa (la libertad del individuo burgués frente a las coacciones exteriores, es decir, la libertad de mercado), parece retomar la crítica de Bobbio a la falta de democracia de los regímenes socialistas e invita a los comunistas a aprovechar los mejores aspectos de la cultura liberal (21).
Concluiré este punto poniendo entre paréntesis esta contradicción y reconociendo a Traverso el mérito de haber criticado lúcidamente las ideas de dos monstruos sagrados como Foucault y Hannah Arendt en su reflexión sobre la libertad. Partiendo de la «microfísica» del poder, y de la reconceptualización de la resistencia como el desarrollo de prácticas que no se oponen al poder sino que redirigen sus efectos desde dentro, Foucault acabó aterrizando en las «tecnologías del yo», expresando simpatías cada vez más claras por el individualismo y el neoliberalismo, sin haberse interesado nunca, por este camino, por las revoluciones, ni clásicas ni contemporáneas. En cuanto a Hannah Arendt, exaltada como crítica del totalitarismo e inspiradora de aspiraciones de emancipación individual, Traverso desenmascara sus ideas radicalmente conservadoras y elitistas. Su contraste entre la Revolución Americana, que instituyó la libertad republicana, y que la filósofa exalta glosando su indiferencia ante la esclavitud y su espíritu íntimamente oligárquico, y la Revolución Francesa, cuyo supuesto fracaso se debió a su voluntad de aunar libertad y emancipación social, refleja un profundo desprecio por las masas populares. La democracia radical de Rousseau, y más aún el igualitarismo social-comunista, son así descartados como premisas del totalitarismo, mientras se afirma que la política sólo puede ejercer sus fines más nobles y elevados separándose de la interferencia de las reivindicaciones y demandas sociales.
¿Por qué el socialismo sólo gana en el Sur?
No es casualidad que uno de los escasos autores blancos, entre los cientos de estudiosos africanos, antillanos y afroamericanos, citados por Kevin Ochieng Okoth en África Roja (véase más arriba) sea Traverso. Aunque su libro trata principalmente de las revoluciones «atlánticas», con la excepción de la rusa, Traverso también dedica muchas páginas interesantes a las revoluciones del Sur Global, empezando por las revoluciones mexicana y haitiana (que precedieron en casi dos siglos a las demás luchas por la liberación nacional del dominio colonial). De nuevo, en sus análisis encontré muchas ideas compartibles junto con «agujeros» que reflejan, en mi opinión, la dificultad de liberarse completamente del legado eurocéntrico. Empezaré por lo primero.
En primer lugar, Traverso es uno de los pocos estudiosos occidentales de formación marxista que –tras el giro anti’tercermundista’ de los movimientos sociales que maduró a finales de los años setenta y que fue provocado por el desencanto generado por los acontecimientos posrevolucionarios en Cuba, Vietnam y Argelia, y por el fracaso de la Revolución Cultural china– siguió cuestionando las razones por las que las únicas revoluciones socialistas victoriosas se produjeron en el Sur global, mientras que las intentadas en los países capitalistas avanzados fueron abortadas. En el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, la cuestión fue abordada por autores como Baran y Sweezy, que habían retomado –aunque con otros argumentos– la tesis de Rosa Luxemburgo sobre la relación entre acumulación capitalista en los centros y subdesarrollo en las periferias. Posteriormente, autores como Samir Amin, Giovanni Arrighi, Gunder Frank e Immanuel Wallerstein, la «banda de los cuatro», como la define Alessandro Visalli en Dependence (22) , dieron continuidad (en la sustancial indiferencia del marxismo «mainstream»).
Veamos cómo trata Traverso el tema sucesivamente. Aunque no lo explicita ni profundiza lo suficiente, me parece que su punto de vista tiene en cuenta los límites intrínsecos del estatus material y de la «antropología» del proletariado occidental: demasiado «rico» (también gracias a los márgenes creados por la dominación imperial sobre el resto del mundo) y demasiado hibridizado con las costumbres y valores de una clase media que ha crecido desmesuradamente gracias a los procesos de terciarización productiva (fenómeno completamente imprevisto por el análisis marxista «clásico»). Por ello, las revoluciones nunca han sido «puramente» proletarias, sino que han tenido como protagonistas a masas populares formadas por proletarios coaligados con otras clases (principalmente campesinos) y otros grupos sociales (intelectuales pequeñoburgueses y pequeños empresarios).
Esta verdad ya había surgido en el curso de la revolución mexicana, que tuvo como columna vertebral a las comunidades comunistas basadas en la propiedad colectiva de la tierra –véanse las reflexiones del difunto Marx sobre la obscina rusa, no sorprendentemente citadas por muchos marxistas latinoamericanos (23)– y ha sido confirmada innumerables veces. Dado que los comunistas ortodoxos latinoamericanos han ignorado sistemáticamente el potencial subversivo de los pueblos indígenas, las revoluciones en el subcontinente han adquirido a menudo un carácter «populista», dirigidas por líderes y partidos emergentes que, por el contrario, han sabido explotar ese potencial subversivo y ponerlo al servicio de amplias coaliciones antiimperialistas. También gracias a la contribución de intelectuales marxistas «heréticos», empezando por el peruano Mariátegui (24), que ya en la primera mitad del siglo XX había comprendido que el marxismo no debía «importarse» de Occidente sino fundirse con la tradición ancestral del comunismo incaico. Y de nuevo con el boliviano ÁlvaroGarcía Linera (25) que describe a las comunidades ancestrales andinas como una clase revolucionaria sui generis, « antropológicamente» anticapitalista. O finalmente, para cambiar de continente, con el guineano Amílcar Cabral, cuyo proyecto revolucionario preveía un proceso de transición al socialismo articulado en tres fases: en la primera la lucha sería dirigida por la clase-nación, en la segunda se pondrían de relieve los conflictos de clase dentro y fuera del frente antiimperialista, y en la tercera la construcción del socialismo también se llevaría a cabo gracias al ‘suicidio’ de las vanguardias pequeñoburguesas y su disolución en las masas populares.
Pero Traverso destaca otro aspecto esencial de estas revoluciones «heréticas» (según el canon marxista ortodoxo): no es sólo una cuestión de composición de clase, es también (si no sobre todo) una cuestión de tradiciones culturales. En Asia, África y América Latina, el marxismo sólo pudo convertirse en una fuerza hegemónica hibridándose con las culturas indígenas. Confucianismo, budismo y taoísmo en China, islamismo en Indonesia, diversas formas de indigenismo en África y América Latina. Los comunistas chinos de la primera hora eran occidentalistas radicales y fieles al dogma de la revolución proletaria (así como a la línea dictada por la Tercera Internacional estalinista), pero tras la derrota de los levantamientos obreros abrazaron la línea «campesina» de Mao, que les llevó a la victoria (y hoy, añadiría yo, están cada vez más orgullosos de su herencia confuciana). Por eso el comunismo del tercer mundo se presenta, según la metáfora de Traverso, como un mosaico de comunismos.
Aquí termina la sintonía, porque las reflexiones de Traverso encallan en los bajos fondos de los prejuicios internacionalistas (léase cosmopolitas) y universalistas de la vanguardia intelectual occidental, no sin contradicciones que dan esperanzas para futuros replanteamientos críticos: por un lado, Traverso escribe que, a pesar de su manifiesto universalismo y dimensión global, las revoluciones suelen (¡yo diría que siempre!) inscribirse en una herencia nacional, y argumenta que esta deriva «nacionalista», así como el hecho de que en su mayoría fueran concebidas como guerras libradas por ejércitos de liberación, es la causa fundamental de que acabaran dando lugar a dictaduras de partido; por otro lado, dice que el indigenismo revolucionario de Mariátegui no estaba dictado por la nostalgia de un pasado arcaico, y admite que «en determinadas circunstancias históricas» (sin especificar cuáles) la idea de nación puede encarnar el espíritu de libertad. Por cierto, registré la misma incoherencia en el libro de Okoth, que por un lado reprocha a los críticos de los movimientos de liberación no saber indicar alternativas a la necesidad de constituirse como nación en un mundo de naciones, y por otro salva su alma ‘de izquierdas’ citando la frase de Negri de que el Estado-nación es el ‘regalo envenenado’ de las revoluciones de los pueblos coloniales…
¿Intelectuales orgánicos o bohemios?
Esto nos lleva a la parte del libro de Traverso en la que siento mayor distancia. Me refiero al largo capítulo sobre los intelectuales revolucionarios en el que, puede que me equivoque, pero me parece que el autor intenta redimir a esa capa de simpatizantes y/o militantes de los movimientos revolucionarios que los intelectuales «orgánicos» (hablaremos de este término más adelante) han tachado a menudo de «pequeñoburgueses».
Traverso describe una serie de figuras que desempeñaron papeles más o menos significativos en los movimientos revolucionarios de los casi dos siglos examinados por el libro, intentando de alguna manera extraer una especie de ideal-tipo, más o menos estable a lo largo del tiempo, hasta el punto de casi convertirlos en una (pseudo)clase social connotada por características ideales más que sociales. Entre los rasgos más comunes destaca el alto porcentaje de miembros de la comunidad judía de la diáspora, ajenos a las particularidades nacionales, portadores de una cultura cosmopolita e imbuidos de valores abstractos como la justicia, la igualdad y la libertad; grupos minoritarios de «parias» (artistas y escritores de vanguardia, negros, feministas, bohemios), «parias» por elección y lumpenproletarios del pensamiento (autodidactas reacios a ser enjaulados por la institución universitaria y las filas de la industria cultural). Todos ellos, obligados a menudo a desplazarse con frecuencia para escapar de la represión o ganarse la vida, son portadores de un espíritu cosmopolita y antinacionalista.
Me parece evidente que Traverso simpatiza mucho más con esta congregación compuesta –y hasta cierto punto imaginaria, ya que no tiene en cuenta las mutaciones históricas y culturales que la han transformado de vez en cuando– que con la categoría gramsciana de intelectual orgánico. Probablemente porque Gramsci identificaba tal figura con un estrato intelectual «autoproducido» por la vanguardia obrera políticamente organizada, algo demasiado próximo al «revolucionario profesional» teorizado por Lenin (a quien, como hemos visto, Traverso acusa de haber anulado la democracia de los consejos). Aunque, por poco que parezca amar a Gramsci, Traverso tiene el mérito de denunciar los estragos que el PCI, empezando por Togliatti, hizo de conceptos como hegemonía, bloque histórico y guerra posicional, convirtiéndolos en una especie de manifiesto del gradualismo socialista (sólo para deshacerse de ellos tras su transformación en una fuerza liberal democrática y neoliberal).
Pero volvamos a la obra. Incluso en el discurso que Traverso desarrolla sobre estas cuestiones, no faltan contradicciones e incoherencias. Por ejemplo, propone tres tipos ideales de intelectuales revolucionarios: los cosmopolitas atrincherados (como Ho Chi Min, que tras pasar la mayor parte de su vida deambulando entre Francia, Rusia y otros lugares, echó raíces en su país de origen y lo llevó a la victoria en la guerra antiimperialista), los revolucionarios telúricos (como Mao, que nunca abandonó China y se convirtió en líder indiscutible y fundador de la República Popular) y los internacionalistas desarraigados (aquí podría haber muchos ejemplos, aunque el más evidente es el Che Guevara). Pues bien, esta clasificación debería hacernos reflexionar sobre el hecho de que fueron los dos primeros los que triunfaron, mientras que el tercero fracasó sistemáticamente, por lo que, dado que este último es el que más se acerca al modelo que más parece gustar a Traverso, surge la duda de si el nuestro padece una fascinación romántica por la derrota.
Dejando a un lado las digresiones pseudopsicológicas (por las que me consideraré perdonado) vuelvo a las contradicciones. Traverso es lúcidamente consciente de la catástrofe que ha aniquilado todas las ambiciones revolucionarias en Occidente. En particular, es consciente de que: 1) que el capital ha vencido «porque ha logrado modelar nuestro habitus mental e imponerse como modelo antropológico» (26); 2) que el pensamiento crítico ha sido esterilizado en su origen confinándolo a los recintos universitarios; 3) que la lección de Marcuse (27) sobre las «contraculturas» americanas de hace unas décadas, donde ponía de relieve su manipulabilidad por las estrategias de desublimación y tolerancia represiva, sigue plenamente vigente; 4) que el objetivo de las revueltas post-sesenta y ocho no es deponer un régimen político sino cambiar a sus representantes (28). A pesar de todo esto, sale con la afirmación de que no-global, primaveras árabes, OWS, Black Lives Matter, Indignados, Syriza, chalecos amarillos, Lgbtq «son todos momentos de construcción de un nuevo imaginario subversivo (sic)». Sólo los paraguas de Hong Kong, agitados por los nietos de la burguesía compradora a sueldo del imperialismo británico, faltan en esta lista, junto con la Star Spangled Banner y la Union Jack. ¿Cómo no darse cuenta de que estos fenómenos son parte integrante del modelo antropológico mencionado, asimilado por el ala woke del capitalismo occidental?
Quienes me leen habitualmente saben que no me gustan las conclusiones. Por otra parte, en las páginas precedentes parece que he aclarado exhaustivamente tanto mis razones para estar de acuerdo como para discrepar de la obra de Traverso, que considero una de las más estimulantes que he leído en los últimos tiempos. Podría, pues, concluir aquí deseando que los nuestros logren cuanto antes deshacerse de ciertos restos de pensamiento crítico «alternativo» (tarea ardua, como puedo atestiguar personalmente, aunque goce de la dudosa ventaja de haber acumulado de diez a quince años más para enriquecer mi dote con razones para el desencanto). Sin embargo, sabiendo que a menudo se me acusa de adoptar un enfoque crítico destructivo, sin indicar soluciones alternativas (el fatídico «qué hacer») me pareció oportuno añadir, en lugar de una conclusión, el Apéndice que figura a continuación, en el que resumo lo que pienso sobre el caso chino. Por dos razones primero porque Traverso me pareció incapaz, como la mayoría de los marxistas occidentales, de ver la verdadera naturaleza de ese extraordinario experimento histórico; en segundo lugar, porque quien esto escribe, aunque ha desarrollado un profundo escepticismo ante las pretensiones universalistas de todas las teorías revolucionarias y de todos los intentos de llevarlas a la práctica, está convencido de que los actuales «socialismos imperfectos» (29), aunque no representan modelos, encarnan la posibilidad de transitar un estrecho pasaje entre la rendición a la contrarrevolución neoliberal y la repetición de los muchos errores cometidos por quienes hasta ahora han intentado cambiar el mundo.
Apéndice. China, o el elefante invisible en la cacharrería
China es el elefante que ha irrumpido en la cacharrería del equilibrio geopolítico mundial, desbaratando el proyecto estadounidense de dominación unipolar. Como tal, tanto los occidentales de derechas como los de izquierdas lo ven (y lo temen). Pero mientras que los de derechas ven la verdadera naturaleza del peligro, es decir, el hecho de que el crecimiento económico de China no haya ido acompañado de un cambio de régimen político, para los de izquierdas esta naturaleza permanece invisible, ya que eliminan la contradicción al considerar a China un país capitalista e imperialista similar a sus homólogos occidentales.
No es el caso de Traverso que, sin embargo, no comprende a su vez la naturaleza del problema. Por un lado, reconoce que no puede haber libertad sin liberación de la necesidad, consideración que comparte con un marxista poco tierno con el régimen chino como David Harvey, quien reconoce (30) que haber redimido a ochocientos millones de personas de la pobreza absoluta en un corto periodo de tiempo fue una hazaña milagrosa inexplicable según los paradigmas económicos occidentales. Por otra parte, afirma que la revolución china no fue, a diferencia de la soviética, una verdadera cesura social y política, juicio refutado, como veremos enseguida, por Giovanni Arrighi. Es más, repite el tópico de que el auge económico de países como Vietnam y China confirma que el mundo está ahora homogeneizado por el proceso de mercantilización global (tesis refutada tanto por la actual crisis de la globalización como por las causas que la provocaron). Por último, reaviva la tesis (muy querida por Negri y sus discípulos y de sabor exquisitamente occidentalista) de que –dado el actual nivel de desarrollo de las fuerzas productivas– el objetivo ya no puede ser la liberación del [‘del’ en italiano] trabajo sino la liberación del [‘dal’ en italiano] trabajo, de modo que el único parámetro de juicio para evaluar el carácter socialista de un país es la cantidad de tiempo libre que ofrece a sus ciudadanos. En este apéndice explicaré por qué no estoy de acuerdo.
1. Para empezar: bibliografía mínima para parciales y desinformados
G. Gabellini, Krisis. Genesi, formazione e sgretolamento dell’ordine economico statunitense, Mimesis, Milano-Udine 2021; F. M. Parenti, La via cinese, Meltemi, Milano 2021; V. Giacché, L’economia e la proprietà. Stato e mercato nella Cina contemporanea, In AAVV, Più vicina. La Cina del XXI secolo, Roma 2020; V. Giacché (a cura di) Economia della rivoluzione (raccolta di testi di Lenin), il Saggiatore, Milano 2017; D. A. Bertozzi, Cina popolare. Origini e percorsi del socialismo con caratteristiche cinesi, L’Antidiplomatico 2021; D. Bell, Il modello Cina. Meritocrazia politica e limiti della democrazia, Luiss, Roma 2019; R. Sciortino, I dieci anni che sconvolsero il mondo, Asterios, Trieste 2019; R. Herrera, Z. Long, La Cina è capitalista?, Marx 21, Bari 2012; A. Gabriele, Enterprises, Industry and Innovation in the People’s Republic of China, Springer, Berlino 2020; Z. Boyng, Il socialismo con caratteristiche cinesi. Perché funziona? Marx 21, Bari 2019.
2 . La lección de Giovanni Arrighi
¿Podemos definir a China como un país que, habiendo realizado una revolución antiimperialista, ha iniciado el proceso de transición al socialismo? Empecemos por una serie de hechos. En particular: incluso después de las reformas de los años 70, los sectores estratégicos de la economía siguieron bajo el control del Estado/partido; la agricultura se liberalizó (parcialmente), pero no se privatizó; las inversiones extranjeras se utilizan para acelerar el desarrollo tecnológico, científico y económico, sin afectar a los equilibrios generales del sistema; las inversiones extranjeras directas se orientan a promover el desarrollo de los países beneficiarios y no a enjaularlos en la economía de la deuda; los intentos de la burguesía nacional de transformar su poder económico en poder político fueron puntualmente aplastados; el extraordinario éxito económico impuso fuertes sacrificios a las clases trabajadoras, pero luego fue utilizado para redimir a cientos de millones de ciudadanos de la pobreza absoluta, elevar los salarios de los trabajadores y los ingresos de los campesinos, mejorar las condiciones de vida y de trabajo de las masas y desplazar el motor del desarrollo de las exportaciones al consumo interno; por último, este rápido proceso de transformación socioeconómica no favoreció una evolución en la dirección liberal-democrática del sistema político.
Esto por sí solo no bastaría para justificar mi valoración de la naturaleza del experimento chino, que se basa más bien en la obra maestra de Giovanni Arrighi, Adam Smith en Pekín (31). Siguiendo los pasos de Fernand Braudel y Karl Polanyi, Arrighi desplaza el análisis del plano puramente económico al sociológico, histórico y antropológico. En particular, parte de una lectura «lateral» de algunos aspectos de la obra de Adam Smith, quien, recuerda Arrighi, sostenía que China era más rica que cualquier país europeo gracias al carácter «estacionario» de su economía, es decir, gracias a que, aunque no estaba impulsada por el empuje occidental de acumulación ilimitada, había alcanzado la plenitud de riqueza que le permitían la naturaleza del suelo, el clima y la posición geográfica. Smith calificó este tipo de desarrollo, basado en la agricultura y el comercio interior, de «natural», contraponiéndolo al desarrollo «antinatural» de las economías europeas, basado en el comercio exterior.
Partiendo de esta yuxtaposición, Arrighi critica la tesis marxiana que ve en el desarrollo capitalista la etapa por la que todo el mundo tendrá que pasar antes de poder liberarse de él. Para Marx, el desarrollo que Smith llama «natural» no podía sobrevivir en un mundo en el que se había extendido el desarrollo «antinatural» del capitalismo. Marx estaba convencido de que cualquier otra formación social se derrumbaría en cuanto entrara en contacto con el mercado capitalista. Sin embargo, sostiene Arrighi, el aplanamiento «globalista» previsto por Marx no se ha hecho realidad: hay culturas, tradiciones, modelos de relaciones sociales y formas de vida que no sólo han resistido, sino que han generado modelos de desarrollo alternativos al dominante, algunos de los cuales se basan en el mercado pero no son capitalistas, siendo China el ejemplo más significativo.
Arrighi comienza evocando ciertas constantes que han caracterizado la historia milenaria de China. En particular, recuerda que la revolución industrial occidental sólo consiguió imponerse a la «revolución industriosa» oriental en el siglo XIX, concepto con el que se refiere a la estructura institucional dominante en Asia que, aunque carecía de innovaciones a gran escala, inversión de capital fijo y comercio a larga distancia, favorecía las tecnologías intensivas en mano de obra, privilegiando los recursos humanos sobre los materiales. Arrighi señala a continuación que China nunca libró guerras a gran escala ni intentó construir imperios de ultramar en los siglos en que el escenario europeo se caracterizó por la feroz competencia militar entre naciones y las conquistas imperiales. En el siglo XVIII, el Estado nación chino existía desde tiempos inmemoriales y había desarrollado un inmenso mercado interior. Las dinastías Ming y Qing dedicaron todos sus recursos a consolidar unas relaciones pacíficas con sus vecinos y una economía nacional basada en la agricultura. Estas políticas generaron prosperidad y crecimiento demográfico, pero China estaba ciega ante el peligro que acechaba desde Occidente. Sin embargo, no fue la supuesta superioridad económica del modelo occidental lo que la puso de rodillas: desafiando la predicción de Marx y Engels de que los productos occidentales baratos serían «la artillería pesada con la que la burguesía europea derribaría las murallas chinas», los comerciantes británicos descubrieron que no podían vencer la competencia de los comerciantes chinos. Para subyugar a China, los occidentales tuvieron que desencadenar las Guerras del Opio, a las que siguió un siglo de humillaciones y acoso por parte de los «bárbaros» occidentales y de Japón, hasta la invasión de este último en previsión de la Segunda Guerra Mundial.
¿Qué permitió a China, tras liberarse con la revolución de 1949, aumentar su poder hasta el punto de asumir el papel de competidor del imperio estadounidense? Arrighi sitúa el inicio del proceso en la época del gran levantamiento de los pueblos asiáticos y africanos contra Occidente en la década de 1950, cuando un amplio frente de antiguas naciones coloniales –el movimiento de los «no alineados»– se unió para exigir un nuevo orden económico internacional. Aunque derrotado, aquel levantamiento no dejó las cosas como estaban. En particular, sentó las bases para el ascenso del poder colectivo de un archipiélago asiático que se propuso rápidamente como «taller del mundo» y fuente de enormes reservas de liquidez. Y China, aunque llegó la última a este concierto, se convirtió en el líder de este desafío a Occidente.
A quienes ven en este «milagro» el producto de la conversión del Estado/partido comunista al credo neoliberal, Arrighi ofrece otra explicación: fue el hecho de que, rechazando las terapias de choque empaquetadas por el Consenso de Washington para «rehabilitar» las economías de la antigua Unión Soviética y sus satélites, Deng tomara una vía reformista inspirada en el gradualismo estricto. Lo que hizo despegar la economía fue la decisión de obligar a las empresas estatales a competir entre sí y aceptar la competencia de las empresas extranjeras y de las nuevas empresas privadas. También contribuyó a la formación del enorme mercado interior chino la decisión de permitir a los residentes de las zonas rurales la oportunidad de participar en actividades de transporte y comercio incluso a larga distancia. Por último, Arrighi desmiente dos mitos: no fue el bajo coste de la mano de obra lo que favoreció el enorme flujo de inversión extranjera en las Zonas Especiales creadas tras las reformas de 1978, sino la alta calidad de la mano de obra en términos de sanidad, nivel educativo y amplios márgenes de autonomía, tres características heredadas de la época maoísta; en cuanto a la inversión extranjera: más que las multinacionales occidentales, fueron las empresas de la diáspora china las que la impulsaron. Por último, las inversiones occidentales tuvieron que ser mediadas por «casamenteros» locales, por lo que la lengua, las costumbres y las redes sociales contribuyeron a proteger la economía china de los excesivos condicionamientos del capital extranjero.
Todo ello, argumenta Arrighi, favoreció un desarrollo de mercado no capitalista (lo que los chinos llaman socialismo con características chinas o socialismo de mercado). Para los marxistas ortodoxos, esto es una herejía. Cierto, pero la cuestión es que Arrighi evoca un cambio de paradigma: abandonando la perspectiva globalista de un mundo nivelado por el proceso de acumulación capitalista, destaca la novedad de un país de mil quinientos millones de habitantes que ha hibridado tres factores aparentemente incompatibles: una tradición milenaria capaz de generar riqueza basada en la estabilidad social y la atención al bien común; el empuje innovador de una revolución de liberación nacional dirigida por un partido marxista-leninista; y un uso del mercado tan poco escrupuloso como sometido al férreo control del partido-Estado.
Puede que el libro de Arrighi no resuelva todas las dudas sobre la naturaleza de la sociedad china, pero es suficiente para descartar las etiquetas de capitalismo de Estado y potencia imperialista emergente como un sinsentido. El dilema persiste: ¿se trata de un país socialista o de una formación social de nuevo tipo? Vladimiro Giacché señala (32) las diferencias entre el socialismo al estilo chino y la visión marxista «clásica» (tomada de la Crítica del Programa de Gotha de Marx y del Anti Duhring de Engels). Según la versión «canónica», el socialismo se caracteriza no sólo por la socialización de los medios de producción, sino también por el fin de la producción mercantil y de las relaciones monetarias. Un dogma que no sería cuestionado ni siquiera por los bolcheviques en los primeros años que siguieron a la Revolución de 1917, pero a partir de 1921-23, Lenin criticó a quienes sostenían que era posible pasar directamente al socialismo sin pasar por una fase de transición, y argumentó que esta fase sería larga y se caracterizaría por la persistencia de las relaciones mercantiles y monetarias.
Pues tiene razón al afirmar que «si se toma la desaparición de la producción mercantil como único parámetro del carácter socialista de una sociedad, ni la China de Mao ni la de Deng y sus sucesores pueden considerarse como tales». Recordemos, sin embargo, que Lenin dijo en 1918: «Estamos lejos del final del período de transición del capitalismo al socialismo (…). Sabemos lo difícil que es el camino del capitalismo al socialismo, pero tenemos el deber de decir que nuestra república soviética es socialista, porque hemos emprendido este camino. Por tanto, tenemos derecho a decir que nuestro Estado es una república soviética socialista». ¿Por qué negar a los comunistas chinos el derecho a reivindicar el carácter socialista de la República Popular? La cuestión sigue siendo si China es un país en transición hacia el socialismo o hacia un modelo de formación social sin precedentes. Los marxistas ortodoxos podrían replicar que reconocer el carácter socialista de China es un acto de fe basado en argumentos ideológico-políticos pero insostenible en el plano socioeconómico a menos que reformulen algunas categorías fundamentales del marxismo. Esto es precisamente lo que intentan hacer Alberto Gabriele y Elias Jabbour en un libro (33) que comentaré en la siguiente sección.
3.Ley del valor y socialismo
Según Gabriele y Jabbour, en la actualidad no existen países que reflejen modelos de socialismo «puro», sino países que pueden definirse como «socialistas» u «orientados al socialismo» si cumplen dos condiciones: a) están gobernados por fuerzas políticas que afirman de forma oficial y creíble estar comprometidas con el desarrollo de un sistema socialista; b) han avanzado en un grado apreciable en la dirección de la construcción del socialismo. El grado de orientación socialista está correlacionado con objetivos como la reducción de las desigualdades, la satisfacción universal de las necesidades básicas, la sostenibilidad medioambiental, etc. Como puede verse, la propiedad de «ser socialista» se define aquí en un sentido «débil». Por ejemplo, en otro pasaje aluden a formas de distribución de la renta y la riqueza claramente más igualitarias que las en boga en los países capitalistas (una economía mixta como la de Italia en los años sesenta no estaba tan lejos de cumplir este requisito). Por último, Gabriele y Jabbour afirman que el socialismo como modo de producción sólo está arraigado en determinadas zonas del Sur y se encuentra aún en sus inicios (de hecho, sólo consideran «de orientación socialista» a China, Vietnam y Laos, mientras que guardan silencio sobre los socialismos latinoamericanos).
¿En qué medida puede utilizarse el concepto de modo de producción en este contexto? La categoría marxiana de modo de producción presupone la existencia de una serie de factores muy específicos (el modo de producción capitalista no sólo se define por la producción de mercancías, sino también por figuras sociales precisas –burguesía y proletariado– y las relaciones de producción e intercambio que las interconectan, etc.). En el sentido más abstracto, el modo de producción es un sistema dotado de coherencia interna y de leyes de autoconservación y movimiento (Gabriele y Jabbour señalan que el concepto es compatible con el de sistema elaborado por la teoría de sistemas, y yo añadiría con el de estructura). Sin embargo, se trata precisamente de un modelo abstracto, al que las formaciones socioeconómicas concretas, histórica y geográficamente determinadas, pueden adherirse en grados significativamente diferentes (con el término formación socioeconómica, Gabriele y Jabbour definen un sistema dotado de cierto grado de consistencia interna y estabilidad que prevalece históricamente en un lugar dado identificado por coordenadas espaciotemporales). Mientras que Marx suponía que el modo de producción capitalista estaba destinado a extenderse por todo el mundo hasta suplantar a todos los demás (a menos que fuera derrocado por una revolución socialista), Gabriele y Jabbour sostienen que, incluso en el contexto actual del capitalismo «globalizado» tardío, su primacía puede ser, en diferentes contextos histórico-geográficos, absoluta o relativa. Estados Unidos es un claro ejemplo de la supremacía absoluta del modo de producción capitalista, pero en otras formaciones socioeconómicas pueden coexistir dos o más modos de producción en contextos que presentan relaciones de rivalidad y/o simbiosis, del mismo modo que pueden darse situaciones de transición de un modo de producción a otro.
Este pluralismo de modos de producción –especialmente en el Sur global, donde coexisten con el capitalismo tanto formaciones socioeconómicas de orientación socialista como relaciones sociales precapitalistas– no impide reconocer que el modo de producción dominante en todo el mundo sigue siendo el capitalismo, pero, al mismo tiempo, no prohíbe afirmar que, allí donde coexiste con otros modos de producción, a menos que adoptemos una visión teleológica de la historia, no es posible establecer a priori qué modo de producción prevalecerá a largo plazo. En particular, hay que reconocer que el modo de producción capitalista, aunque dominante, lo es menos que en el pasado, ya que el proceso de globalización ha ofrecido a los países de orientación socialista la oportunidad de integrarse en la economía mundial y competir con los países capitalistas sin renunciar a su propio proyecto de transición al socialismo. Por último, Gabriele y Jabbour definen el Meta Modo de Producción como el sistema mundial actual, que se define por las siguientes características: la producción de mercancías y las relaciones de producción e intercambio, la fuerza de la ley del valor y el proceso de extracción de la plusvalía, la coexistencia de un macrosector productivo y un macrosector improductivo.
La tesis más radical de Gabriele y Jabbour es que la existencia de plusvalía no es en sí misma un indicio de explotación de clase, ni determina el grado de justicia en una sociedad dada. Como relación social, escriben, la explotación debe considerarse una categoría sociológica que implica un juicio ético-político, en la medida en que es fruto de la asimetría de poder entre capitalistas y trabajadores. La apropiación privada del excedente social, argumentan, no es un mero hecho económico, sino que debe reinterpretarse como un fenómeno social holístico producido por la extrema disparidad entre individuos pertenecientes a distintas clases sociales. En cierto sentido, esto equivale a decir que no es la apropiación privada del excedente la que produce la desigualdad de clases, sino que es la desigualdad de poder entre clases la que genera las condiciones para la apropiación privada. Ahora bien, si la ley del valor y las interacciones del mercado mantienen su papel en una formación social en transición hacia el socialismo, es evidente que este último debe ser un contexto en el que las categorías en cuestión experimenten un debilitamiento progresivo. Dejando de lado la tesis común a Trotsky y a otros teóricos marxistas que niegan la posibilidad de la construcción del socialismo en un solo país, es evidente que el concepto de transición al socialismo debe formularse en términos menos ambiciosos y describirse como un proceso a largo plazo en el que persisten los conflictos sociales.
Según la visión presentada hasta ahora, el reto del socialismo como modo de producción sui generis es conseguir imponer las razones de la política sobre las razones de la economía. Para lograrlo se han seguido dos caminos: el soviético, caracterizado por la planificación centralizada de la economía, y el de las economías socialistas de mercado como China, Vietnam y Laos (personalmente añadiría a la lista algunos países latinoamericanos). Estas últimas se caracterizan: a) por el hecho de que el mecanismo de precios de mercado y la ley del valor son la forma de regulación predominante (al menos a corto y medio plazo); b) por el hecho de que el papel directo e indirecto del Estado y su control sobre la economía son cualitativa y cuantitativamente mucho mayores que en los países capitalistas; c) por el hecho de que el gobierno reivindica como objetivo a largo plazo la consecución del socialismo.
4. Sobre las reformas chinas
En los años 50 y principios de los 60 (al menos hasta la ruptura con la URSS), China había intentado imitar el modelo soviético: colectivización del campo mediante la creación de comunas agrícolas, concentración de recursos en el sector de la industria pesada e intento de construir un sistema de planificación centralizado. Aunque con la oposición de una parte del partido, Mao insistió en este camino lanzando primero el Gran Salto Adelante y, tras su fracaso, la Revolución Cultural contra la dirección del PCCh que exigía un cambio. Tras la muerte de Mao, comenzaron las reformas en el sector agrícola, donde se aplicó el principio de liberalización sin privatización. Mientras que la línea anterior obligaba a los campesinos a soportar la carga de la acumulación forzosa del sector industrial, el desmantelamiento de las comunas y la vuelta a la empresa individual como unidad productiva básica reavivó la alianza entre obreros y campesinos. La intuición de Deng es que estos últimos pueden ser un factor estratégico para las nuevas estrategias de desarrollo. Con el nuevo sistema, se establecen contratos entre el Estado y los campesinos, que deben pagar una parte del excedente al primero, pero pueden vender el resto en los mercados locales (en una fase posterior también en mercados lejanos). Al mismo tiempo, se realizan inversiones en investigación y desarrollo que fomentan un rápido progreso tecnológico en el sector. La combinación de estas innovaciones conduce a un formidable aumento de la producción agrícola, que constituye un poderoso motor para el desarrollo de toda la economía.
En la primera fase de las reformas, el desmantelamiento de las comunas también contribuyó de forma importante al despegue desde otro punto de vista. En tiempos de Mao, las comunas habían desarrollado una serie de infraestructuras industriales para hacerse autónomas y actuar como islas de resistencia económica, además de político-militar, en caso de invasión. Estas infraestructuras fueron heredadas por las pequeñas y medianas empresas de los pueblos (cooperativas, municipales, en algunos casos privadas), que desencadenaron un auge en los años ochenta y noventa, antes de verse socavadas por el crecimiento del sector privado o integradas en el sector estatal.
Si pasamos al nivel de las grandes empresas industriales y las finanzas, vemos cómo los medios de comunicación y los «expertos» occidentales entonan un coro unánime: el «milagro» chino se explica por el hecho de que el país se ha convertido al capitalismo permaneciendo bajo el dominio totalitario del Estado/partido, ergo es cuestión de tiempo que estallen crisis industriales y financieras similares a las de los mercados occidentales y que el régimen comunista se derrumbe, allanando el camino para la transformación del país en una dirección liberal-democrática. Pero las cosas no han ido, y es poco probable que vayan, por ese camino en el futuro. De hecho, el abandono del modelo soviético de planificación centralizada no coincidió con el fin de la planificación. El auge del mercado como mecanismo regulador del sistema económico no ha ido asociado a procesos de desregulación al estilo occidental, sino todo lo contrario: el propio mercado está configurado en gran medida por el Estado, y la planificación no ha muerto, sino que se ha flexibilizado, articulándose por sectores y proyectos. Las directrices que rigen la acción del Estado y de los partidos exigen que se respete el principio de prevalencia de la propiedad estatal y que se rechace la ideología «mercantilista» occidental: Mao ha muerto, pero el lema «la política debe dirigirlo todo» no ha muerto. Así, si bien es cierto que las empresas estatales son hoy menos numerosas que en el pasado y contribuyen menos al producto global, también lo es que son más grandes y más avanzadas tecnológicamente y que sus resultados en términos de eficacia y rentabilidad son superiores a los de las empresas privadas. Esto se ha conseguido aplicando el principio de «mantener lo grande manteniendo lo pequeño»; dando mayor autonomía a los gestores; permitiendo que los productos se vendan a precios superiores a los fijados por el plan; y exponiendo progresivamente a las empresas públicas a la competencia, tanto nacional como internacional.
El recurso de China a la globalización (hasta que Estados Unidos se dio cuenta de que estaba resultando un bumerán y emprendió una estrategia de «desvinculación» del mercado chino y medidas proteccionistas) le ha permitido integrar el país en las redes mundiales del comercio y las finanzas sin ceder a los fundamentalistas del mercado. Esto ha sido posible gracias al control político de las finanzas y al consiguiente mantenimiento de una relativa autonomía frente al dólar. Por supuesto, China aún no disfruta de una soberanía monetaria total, pero gracias al enorme tamaño de su economía, al cambio gradual del motor del desarrollo de las exportaciones al consumo interno y al control político sobre el sistema financiero, fue posible contener el impacto de la crisis de los tigres asiáticos de 1997 y de la crisis financiera mundial de 2007-2008.
El proceso de reforma se ha desarrollado durante mucho tiempo de forma relativamente caótica, a base de ensayo y error, pero ahora está adoptando formas, principios y valores cada vez más definidos y consolidados, y el liderazgo de Xi Jinping ha coincidido con el relanzamiento de las ambiciones de transformación en una dirección socialista, sancionada por el refuerzo del control capilar del Partido sobre las empresas (tanto públicas como privadas) y las instituciones económicas y el lanzamiento de políticas redistributivas en favor de las clases trabajadoras, financiadas mediante el endurecimiento de los gravámenes fiscales sobre los beneficios. Dicho esto, el proceso chino está asociado a factores históricos, geográficos y culturales únicos, por lo que no puede tomarse como un modelo exportable a otros contextos. Sin embargo, no cabe duda de que contiene una lección general: para Marx y Engels, el comunismo era un objetivo alcanzable ya en su tiempo histórico, coronando un corto proceso de transición socialista; Lenin, enfrentado a las dificultades de la transición, lanzó la NEP contra las exigencias de la izquierda bolchevique que reclamaba la abolición inmediata de las relaciones de intercambio monetario; De la experiencia china heredamos en cambio la conciencia de que la transición de la regulación mercantil de la economía a formas avanzadas de planificación es inevitablemente un proceso muy lento y complejo, y sólo puede tener lugar cuando el proceso de transformación del modo de producción ha alcanzado un nivel muy avanzado (sin olvidar que la persistencia de diferencias y conflictos de clase podría decretar su fracaso, como ocurrió en Rusia, aunque en un contexto diferente).
Concluiré con una nota sobre la distinción entre la emancipación del trabajo y la emancipación del trabajo, objetivo reivindicado, entre otros, por los «constructores de dioses» (véase más arriba), por el Bloch del principio de esperanza, por los teóricos del post-trabajo como Negri, Gorz y, me parece, por el propio Traverso. A esta visión, que corre el riesgo de quedar reducida a una especie de apología del consumo (cf. la reivindicación de una renta universal incondicional con independencia de la realización de cualquier actividad laboral), prefiero oponer la de Lukacs que, en la Ontología del ser social, considera el trabajo como un intercambio orgánico hombre-naturaleza como el modelo de toda praxis social y el fundamento de toda visión materialista del ser social, es decir, algo de lo que no tiene sentido «emanciparse»: dado que sólo la sociedad capitalista oculta el fundamento concreto-ontológico del trabajo para reducirlo a mercancía fuerza de trabajo y fuente de valor de cambio, la emancipación del trabajo significa emanciparse de esta aberración y no emanciparse del trabajo, sino reconducirlo a su naturaleza de intercambio orgánico hombre-naturaleza.
Notas
(1) Cfr. C. Formenti, Guerra e rivoluzione, 2 voll., Meltemi, Milano 2023.
(2) https://tempofertile.blogspot.com/2022/09/enzo-traverso-rivoluzione.html?q=traverso
(3) Cfr. K. Marx, Il 18 Brumaio di Luigi Bonaparte, Editori Riuniti, Roma 2022; véase también Le lotte di classe in Francia dal 1848 al 1850, Editori Riuniti.
(4) Cfr. en particular, Guerra e rivoluzione, op. cit., vol. I cap. I.
(5) C. Preve, La filosofia imperfetta, Franco Angeli, Milano 1984.
(6) G. Lukacs, Ontologia dell’essere sociale, 4 voll., Meltemi, Milano 2023.
(7) El filósofo italiano que ha tratado con mayor profundidad y convicción el concepto de autonomía de lo político es Mario Tronti.
(8) Cfr. W Benjamin, Angelus Novus, Einaudi, Torino 1962.
(9) Cfr. D. Losurdo, Il marxismo occidentale, Laterza, Roma-Bari 2017.
(10) V. I. Lenin, Stato e rivoluzione, Edizioni clandestine, Massa 2017.
(11) Cfr. M. Hardt, A. Negri, Impero, Rizzoli, Milano 2001.
(12) Véase en particular, R. di Leo, L’esperimento profano, Futura, Roma 2011.
(13) Me he ocupado del transhumanismo y de las otras utopías de las ciberculturas californianas en Incantati dalla Rete, Cortina, Milano 2000.
(14) Cfr. R. Koselleck, Futuro passato, Hoepli, Milano 2007.
(15) La novela de ciencia ficción más conocida de Bogdanov es Stella Rossa (Alcatraz 2019, con presentación de Wu Ming)
(16) Cfr. E. Block, Il principio speranza, 3 voll. , Mimesis, Milano-Udine 2019.
(17) Véase Guerra e rivoluzione, op. cit. vol. I, cap. I.
(18) Pude estudiar Revolución Ciudadana de Rafael Correa durante el verano de 2012, que pasé en Quito. Como he argumentado en Magia bianca magia nera (Jaka Book, Milán 2013), las contradicciones (en particular el conflicto entre el gobierno y las asociaciones de la minoría de origen indio) que permitirían a la derecha neoliberal recuperar el poder ya eran evidentes entonces.
(19) Véase A. G. Linera, Democrazia, stato, rivoluzione, Meltemi, Milano 2020.
(20) Cfr. C. Preve, Opere, vol. II, Manifesto filosofico del comunismo comunitario, Inschibbolleth edizioni.
(21) Cfr. D. Losurdo, La questione comunista, Carocci, Roma 2021.
(22) A. Visalli, Dipendenza, Meltemi, Milano 2020.
(23) Véase la carta de Marx a Vera Zasulic, en K. Marx, F. Engels, India Cina Russia, il Saggiatore, Milano 1960; véase también E. Dussel, L’ultimo Marx, Manifestolibri, Roma 2009, véase, por último, P. P. Poggio, L’obscina. Comune contadina e rivoluzione in Russia, Jaka Book, Milano 1976.
(24) J. C. Mariategui, Sette saggi sulla realtà peruviana, Einaudi, Torino 1972.
(25) A. G. Linera, Forma valor y forma comunidad, Traficantes de sueños, Quito 2015.
(26) Considero La nuova ragione del mondo di P. Dardot e C. Laval (DeriveApprodi, Roma 2013) el mejor análisis de esta contrarrevolución cultural.
(27) Cfr. H. Marcuse, Eros e civiltà, Einaudi, Torino 2001. Para un análisis actualizado sobre la compatibilidad sustancial entre la cultura de la nueva izquierda libertaria y el sistema neoliberal, véase L. Boltanski e E. Chiapello, Il nuovo spirito del capitalismo, Mimesis, Milano-Udine 2014.
(28) Sull’abdicazione dei nuovi movimenti rispetto nei confronti di qualsiasi progetto di conquista del potere cfr. P. Rosanvallon, Controdemocrazia, Castelvecchi, Roma 2012.
(29) Definisco così i regimi di Cina, Vietnam, Cuba, Venezuela, Bolivia ecc. nel secondo volume di Guerra e rivoluzione, op. cit.
(30) Cfr. D. Harvey, The Anti-capitalist Chronicles, Pluto Press, London 2020.
(31) G. Arrighi, Adam Smith a Pechino, Feltrinelli, Milano 2007 (nuova edizione in Mimesis).
(32) Cfr. V. Giacché, L’economia e la proprietà. Stato e mercato nella Cina contemporanea, In AAVV, Più vicina. La Cina del XXI secolo, Roma 2020; V. Giacché (a cura di) Economia della rivoluzione (raccolta di testi di Lenin), il Saggiatore, Milano 2017
(33) A. Gabriele, E. Jabbour, Socialist Economic Development in the 21st Century. A Century after the Bolshevik Revolution, Routlege, London- New York 2022.
Fuente: blog del autor, Per un socialismo del secolo XXI, 15 de septiembre de 2024 (https://socialismodelsecoloxxi.blogspot.com/2024/09/se-due-secoli-vi-sembran-pochi-la.html)