Lunes 26 de julio de 2010
Claudio Katz (especial para ARGENPRESS.info)
La política económica reúne actualmente muchos ingredientes de un modelo. Esta calificación puede resultar abusiva en comparación a otras configuraciones de la historia nacional, como el esquema agro-exportador o la sustitución de importaciones. Pero es totalmente pertinente frente a la convertibilidad. Sólo el tiempo zanjará el status histórico de la orientación vigente, pero ya son nítidos sus desequilibrios.
Rupturas y continuidades
El modelo emergió de una descomunal debacle. Ningún colapso anterior incluyó confiscación de los depósitos, cesación de pagos, masificación del desempleo, explosión de la pobreza y derrumbe industrial, en las proporciones observadas durante el 2001.
Este desmoronamiento puso en tela de juicio al propio capitalismo y fue superado con la reconstitución de este sistema. El esquema actual se asienta en la recomposición de la autoridad estatal y política que logró el gobierno de los Kirchner. Esta restauración permitió convalidar los privilegios de las clases dominantes y asegurar su continuado enriquecimiento a costa de las mayorías populares.
El modelo que ha regido desde el 2003 no introduce cambios sustanciales en el perfil productivo tradicional de Argentina. Continúa primando el cimiento agrícola sobre una esfera industrial subordinada. No se vislumbran modificaciones en la inserción internacional, semejantes a las observadas en las economías asiáticas que se industrializaron aceleradamente (Corea del Sur) o se transformaron en potencias exportadoras (China).
Pero dentro de estas continuidades el modelo contiene giros significativos en la política económica. El tipo de cambio bajo quedó inicialmente neutralizado con la devaluación, la apertura importadora fue sustituida por el énfasis exportador y las privatizaciones perdieron peso frente a la intervención del estado. Modificaciones de la misma envergadura se verifican en la política fiscal, laboral, monetaria y financiera.
Estos cambios expresan un nuevo equilibrio entre los distintos sectores que integran el bloque dominante. Los privilegios que tenían los bancos se redujeron, la burguesía industrial logró mayor influencia y otros actores ganaron fuerza en el conglomerado agro-exportador.
El modelo actual se ha distanciado de todas las vertientes usuales del neoliberalismo. No promueve la apertura comercial, la desregulación laboral y las privatizaciones. Tampoco se basa en atropellos sociales sistemáticos o en medidas continuadas de ofensiva del capital sobre el trabajo. En el plano externo cuestiona el libre-comercio y la movilidad de los flujos financieros.
Este alejamiento del neoliberalismo es visible en comparación a la convertibilidad y al rumbo seguido por otros países latinoamericanos. La fidelidad hacia la ortodoxia económica que se observa en Colombia, México o Perú ha desaparecido del modelo argentino.
Pero estas diferencias no han creado el escenario pos-liberal que surgiría de una ruptura radical con la etapa precedente. La nacionalización de los sectores básicos, la redistribución progresiva de los ingresos y la conversión de la inversión pública en la fuerza motriz de la economía constituirían los pilares de ese viraje. En ausencia de estos cambios es erróneo (o prematuro) cualquier diagnóstico de pos-liberalismo.
Objetivos y conflictos
Un propósito explícito del modelo es recuperar la gravitación que tuvo la industria durante los años 50-60. Los funcionarios han mencionado este objetivo en sus reiterados elogios a la “burguesía nacional” y en los llamados a restaurar un empresario fabril autóctono y pujante. Esta convocatoria no quedó solo en los discursos. La asociación inicial de la UIA, Techint y otros grupos con la gestión K perdió fuerza, pero se ha mantenido.
Estas metas y alianzas explican el frecuente uso del término “neo-desarrollista” para caracterizar al esquema vigente. Esta denominación resalta la intención industrialista, en contraposición a la valorización financiera precedente.
La supremacía que tuvieron los banqueros durante los años 80 y 90 obedecía a la regresión productiva y a la magnitud de la deuda pública. Estas ventajas de los bancos fueron abruptamente erosionadas por el crack del 2001. La rentabilidad del agro, la minería, la industria o los servicios, ya no marcha a la cola de la intermediación financiera.
La intención industrialista intenta atenuar la preeminencia de la actividad agro-exportadora. Por esta razón el principal conflicto que afrontó el gobierno con sus socios de las clases dominantes giró en torno al manejo de la renta agraria.
Pero la meta industrialista es tan solo “neo” desarrollista. Ya no busca erigir un aparato fabril con el auxilio de las estatizaciones o el proteccionismo frente a un sector agrario estancado. Sólo pretende reconstituir el debilitado tejido industrial, en coexistencia con una estructura agro-capitalista renovada y tecnificada. El viejo desarrollismo ha sido sustituido por esta variante agro-industrial.
Muchos autores elogian la pretensión industrialista, cómo si fuera el único camino posible o el más conveniente. Olvidan que su carácter capitalista lo torna adverso a las mayorías populares. Es importante resaltar este hecho, para retomar un análisis crítico y no elogioso del neo-desarrollismo.
El modelo atravesó períodos muy distintos, ya que la solvencia inicial fue seguida por varias convulsiones. Durante el 2002-07 mantuvo el apoyo unánime de todos los grupos dominantes, que recompusieron sus niveles de rentabilidad. La fuerte transferencia de ingresos generada por la mega-devaluación creó un colchón de beneficios elevados, que permitió restaurar las ganancias.
Pero este estado de gracia se disipó durante el choque con los agro-sojeros. Este conflicto terminó con una derrota política de gobierno, que transparentó el nuevo poder de los capitalistas agrarios. Con su demostración de fuerza, estos sectores paralizaron cualquier intento gubernamental de avanzar hacia las metas industrialistas, capturando mayores porciones de la renta sojera. Esta restricción fue asumida por el gobierno y el establishment aceptó la continuidad del modelo.
Tampoco la derrota electoral de los Kirchner en el 2009 cambió el rumbo. La oposición derechista ocupó el centro de la escena, sin exhibir un perfil económico nítido. Posteriormente, el gran giro que parecía introducir la crisis internacional no se consumó y reaparecieron las líneas iniciales del modelo. Las medidas adoptadas en los últimos meses ilustran este rebrote, signado por el emblemático ascenso de una camada de funcionarios liderada por Marcó del Pont.
Los tres cuestionamientos que afrontó el modelo con la acción sojera, el retroceso electoral y la crisis mundial no han modificado su continuidad. Si esta persistencia se ratifica quedaría confirmada una tendencia de largo plazo. Pero esta perdurabilidad no es sinónimo de buenos resultados. Hay una enorme brecha entre lo buscado y lo conseguido.
Orfandad industrial
Como el principal objetivo del modelo es aumentar la gravitación de la industria, el principal balance hay que situarlo en este sector. En contraste con lo ocurrido durante los 90 se registró un alto crecimiento, que recuperó la ocupación y frenó el desmantelamiento fabril. Pero los diagnósticos oficialistas que ensalzan los “nuevos bríos de la producción” y el “exitoso perfil de las exportaciones” sobredimensionan lo ocurrido.
La recuperación se explica por la altísima capacidad ociosa que dejó la crisis. No se produjo ningún cambio significativo en las tendencias precedentes a la extranjerización, concentración y escasa competitividad fabril. La participación de la industria en el PBI total es idéntica al 2003 y mantiene la misma composición sectorial de las últimas décadas (con alta concentración en solo cinco sectores). El tibio avance exportador ha sido consecuencia de la devaluación y no de incrementos en la inversión.
El continuado peso de la extranjerización socava, además, el intento de reconstituir la vieja burguesía nacional. La devaluación del 2002 abarató los activos y tornó atractiva la venta de compañía a propietarios extranjeros, que ya poseen las tres cuartas partes de las grandes firmas. El gobierno no introdujo restricciones legales a estos traspasos, que las empresas transnacionales negocian desde una posición de fuerza. Estas firmas arriban al país siguiendo un cronograma de expansión global, fijan sus condiciones de captura y han logrado adquirir con asombrosa facilidad un importante número de compañías.
Lo más llamativo es la disposición que mostraron los viejos dueños a desprenderse de sus propiedades. Muchos grupos familiares han desaparecido o quedaron en minoría ((Bemberg, Richards, Montagna, Gotelli, Garovaglio Zorraquín, Pérez Companc). Este retroceso de los industriales nativos es congruente también con el reducido papel que tiene Argentina en las multinacionales latinas. La única compañía de peso en este ascendente rubro es Techint. Las firmas restantes (Arcor, Impsa, Bagó) mantienen escasa relevancia, frente a sus pares de Brasil o México.
Estas limitaciones de los capitalistas nacionales no siguen un curso unívoco, ya que coinciden con una tendencia opuesta hacia la “argentinización” de los servicios. El modelo actual frenó la privatización foránea de esas actividades para incentivar un reingreso de los empresarios nacionales. Este recambio ya se verificó en varias compañías (Telecom, Edenor) y se negocia en otras (YPF, Gas Natural). Los capitalistas argentinos prefieren jugar sus fichas a un negocio que tiene menores exigencias de inversión, ya que las tarifas y los subsidios se negocian con el gobierno de turno. Además, como la competencia está cerrada el riesgo es acotado.
El modelo tiende a recrear la vieja tradición de un “estado bobo”, que socorre a las empresas quebradas (Aerolíneas, trenes, Aguas, Correo), asegura tarifas elevadas a los administradores privados (peajes, aeropuertos) y convalida el alto lucro de las actividades concesionadas (petróleo, minería, telefonía, electricidad). Esta política enriquece a ciertos grupos privilegiados, que están muy conectados con el gobierno (Eurnekian, Gutiérrez, Eskenazi, Bulgeroni).
Este favoritismo se extiende en forma más significativa a otro círculo de empresarios afines al poder, que manejan los negocios de enriquecimiento fulminante y acumulan incontables denuncias de corrupción (Báez, Jaime). En este grupo de agraciados se asienta la reproducción del “capitalismo de amigos” que también propicia el modelo.
Esta modalidad de acumulación carcomió en el pasado varios intentos de ampliar la industrialización. Condujo a muchas situaciones de ineficiencia e improductividad, que fueron costeadas con dinero público y terminaron desatando crisis fiscales. La repetición de estos fallidos antecedentes ilustra por dónde trastabilla el proyecto neo-desarrollista.
Nuevamente se verifica la ausencia de una clase capitalista dispuesta a asumir el riesgo de la inversión fabril. El sujeto social de un proceso reindustrializador no aparece en el escenario económico. Para contrapesar esta carencia se requeriría una decisión oficial más audaz de sustitución de esos empresarios por compañías estatales, en un marco de nacionalizaciones y mayor absorción de la renta agraria. Hasta ahora el gobierno no ha mostrado ninguna inclinación por este rumbo.
Continua
Claudio Katz es Economista, Investigador, Profesor. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda).