Lenin hoy

vladimir lenin
vladimir lenin

Norberto Bacher 

Hacia mediados del siglo pasado un historiador francés, Gerard Walter, iniciaba una de sus obras biográficas con la inapelable afirmación que “Vivimos bajo el signo de Lenin”. A esa primera línea de la Nota que prologa el detallado recorrido que el autor hace sobre la vida del líder de la primer Revolución Socialista agrega una afirmación no menos contundente: “Lo que importa es su omnipresencia cotidiana, que se ha convertido en una realidad inexorable”.

Visto desde nuestro tiempo, puede conjeturarse que el autor reflejaba al menos una parte importante del “clima de época” que impregnaba a los años de la segunda posguerra en la geografía europea y aún más allá.

Sustancialmente distinta es la situación actual, cuando se cumple el centenario de la desaparición física del revolucionario bolchevique, acaecida el 21 de enero de 1924. No sólo parece que el pensamiento de Lenin ha desaparecido de la cotidianeidad política, sino hasta de las conceptualizaciones y valores que orientan a buena parte de las corrientes y partidos que se asumen como de izquierda. En el mejor de los casos parece confinado a ser una referencia bibliográfica para algunas citas de sus trabajos, en muchos casos más como ejercicio de “ilustración marxista” que por tener una conexión real con el tema en debate o la incógnita a dilucidar.

La razón principal de esta defección es bien conocida, al menos para gran parte de la militancia que no se resigna a la perpetuación del régimen del capital ni a la hegemonía de sus portavoces políticos. Hace décadas esas causas vienen siendo analizadas y debatidas en valorables trabajos de mayor extensión y pretensión teórica que las motivadoras de estas pocas carillas. A título enumerativo alcanza aquí con citar sólo dos de los poderosos acontecimientos que apuntalaron esta suerte de ostracismo leninista: el derrumbe del llamado “socialismo real” en la ex URSS y la Europa oriental y el evidente retroceso social que golpea a la clase trabajadora, el proletariado actual, íntimamente ligado a la reconfiguración de las modalidades y condiciones de trabajo impuestas por las políticas neoliberales a escala global, con las consecuencias políticas negativas para el papel central de la clase directamente interesada en acabar con la explotación del trabajo ajeno, es decir con la producción de plusvalía.

Sin embargo, el capitalismo del siglo XXI, con su inmenso desarrollo tecnológico en todas las áreas, está lejos de mostrar sociedades más “humanizadas” en los términos concebidos por todas las grandes corrientes del pensamiento humano desde la antigüedad e incluso por las religiones. Por el contrario, asistimos nuevamente a matanzas genocidas como en Palestina, tan brutales como otras acontecidas el siglo pasado, ante el silencio de los gobiernos que se autoproclaman custodios de la civilización; a guerras no declaradas entre potencias nucleares, que pueden derivar en un holocausto mayor a los conocidos; a una concentración irracional de la riqueza en pequeños grupos con la contracara del padecimiento de las mayores precariedades por masas humanas crecientes; a la destrucción irreversible de recursos naturales tan básicos como el agua.

La palabra crisis nuevamente resuena con fuerza. Cualquiera sea la fundamentación y la tipificación que se haga de la misma, está instalada a nivel mundial no sólo entre los estudiosos de las ciencias sociales sino en la cotidianeidad de los medios masivos de comunicación y sobre todo orienta, en buena medida, la acción política de las fuerzas de mayor incidencia en las grandes decisiones que condicionan la vida de millones.

Pero las amenazantes sombras que golpean a grandes masas humanas, de distintas formas y en diferentes magnitudes, según las particularidades de cada región o país, también generan respuestas de masas, ya sea a través de los mecanismos institucionales que contiene su protagonismo o directamente por fuera de ellos. Respuestas que no siempre actúan conscientemente contra las causas generadoras de los agravios que empeoran las condiciones de vida de los trabajadores y los pobres, sino que a veces directamente operan a favor de quienes son los mayores beneficiarios de las crisis: los dueños del capital. Como acaba de suceder en Argentina. O como viene ocurriendo en diversos países europeos, que el voto popular entroniza a la ultraderecha totalitaria, porque buena parte de los trabajadores se ilusionan con las promesas de cercar su territorio frente al pobre migrante, en quien visualiza un competidor antes que un hermano de clase.

En este cuadro de situación surge la pregunta ¿qué puede decirnos hoy Lenin a través de su inmenso legado escrito? Quizás la pregunta más precisa sería ¿cómo interrogamos hoy a Lenin?

REFLEXIONAR CON LENIN

Interrogarlo obviamente presupone la lectura de Lenin. Pero no se trata de realizarla como un ejercicio informativo o formativo en el sentido académico. El desafío consiste en abordarlo desde las contradicciones de nuestra contemporaneidad, desde los claroscuros concretos de nuestra sociedad, para ver si enfrentó problemas análogos y cuáles fueron sus respuestas, su abordaje conceptual en esas situaciones.

En este sentido es ilustrativo un pequeño trabajo que escribió años después de su muerte quien fuera la compañera de vida de Lenin, Nadezhda Krúpskaya, y publicado con el nombre de “Cómo Lenin estudió a Marx”. Trascribir algunos párrafos de ese escrito es elocuente y ejemplificante :…..

“ Hablando…. Vladimir Ilich les dijo a los jóvenes que uno debería ser capaz de “asimilar toda la suma de los conocimientos humanos, y asimilarlos de modo que el comunismo sea para ustedes, no algo aprendido de memoria, sino algo pensado por ustedes mismos, y cuyas conclusiones se impongan desde el punto de vista de la educación moderna” . “El comunista que se vanagloriase de serlo, simplemente por haber recibido conclusiones ya establecidas, sin haber realizado un trabajo muy serio, difícil y grande, sin analizar los hechos frente a los que está obligado a adoptar tina actitud crítica, sería un comunista lamentable”…….

“Lenin estudió no solo lo que Marx escribió, sino también lo que escribieron sobre Marx y el marxismo sus oponentes del campo burgués. A través de la polémica con ellos, él expuso los principios básicos del marxismo.”….”Es muy característico cómo Lenin comparó varios puntos de vista.”…….

“Aquí nos acercamos a la pregunta ¿cómo Lenin estudió a Marx? Esto se ve, en parte, en la cita anterior: es necesario comprender el método de Marx, aprender de Marx para estudiar las características del movimiento obrero en ciertos países.

Esto fue lo que hizo Lenin. Para Lenin, las enseñanzas de Marx no eran un dogma, sino una guía para la acción. Una vez él usó la siguiente expresión: “¿Quién quiere consultar a Marx?…” Es una expresión muy característica. Él mismo “consultaba” a Marx constantemente. En los momentos más difíciles y cruciales de la revolución, volvió a retomar la lectura de Marx. A veces, cuando entras a su habitación mientras todo el mundo estaba agitado, Ilich leía a Marx y difícilmente podía desconcentrarse de su lectura. No para calmar la tensión, no para armarse con fe en la fuerza de la clase trabajadora, con fe en su victoria final. Él tenía suficiente de esta fe -Lenin se sumergió en Marx, pero para “consultar” a Marx, debía encontrar respuestas a preguntas apremiantes del movimiento obrero. En el artículo F. Mehring y la segunda Duma Lenin escribió: “La argumentación de esta gente descansa en una desacertada selección de citas: toman las tesis generales sobre el apoyo a la gran burguesía contra la pequeña burguesía reaccionaria y las aplican sin un sentido crítico a los demócratas constitucionalistas rusos, a la revolución rusa. Mehring da una buena lección a esta gente. Quien quiera consultar a Marx (cursiva mía – N.K) respecto a las tareas del proletariado en la revolución burguesa debe tomar los juicios de Marx que se refieren precisamente a la época de la revolución burguesa alemana. ¡Y no en vano nuestros mencheviques los soslayan con tanto temor! En ellos vemos la más completa, la más vívida expresión de la implacable lucha que en la revolución burguesa rusa libran los ‘bolcheviques’ contra la burguesía conciliadora” . Tomar las obras de Marx dedicadas al análisis de situaciones similares, analizarlas cuidadosamente, compararlas con el momento actual, identificar similitudes y diferencias, este fue el método de Lenin. Su aplicación a la revolución de 1905 – 1907 ilustra perfectamente cómo lo hizo Ilich.” (resaltados en negrita NB)

El propio Lenin pareciera que anticipó como sería tratado su propio legado teórico. En el primer capítulo de su notable trabajo “El Estado y la Revolución” escribió:

Lo que ocurre ahora con la teoría de Marx ocurrió repetidas veces, en el curso de la historia, con las teorías de pensadores revolucionarios y dirigentes de las clases oprimidas que luchaban por su emancipación. En vida de los grandes revolucionarios, las clases opresoras los acosan constantemente, reciben sus doctrinas con la perversidad más salvaje, con el odio más furioso, con la campaña más inescrupulosa de mentiras y calumnias. Después de su muerte, se intenta convertirlos en iconos inofensivos, canonizarlos, por así decirlo, y santificar hasta cierto punto sus nombres para “consuelo” de las clases oprimidas y con el fin de engañarlas, despojando al mismo tiempo, a la teoría revolucionaria de su esencia, mellando su filo revolucionario y vulgarizándola”. (O.C T XXVII, pág. 15, ed. Cartago)

Sin pretensión de historiar en esta reseña el recorrido vivido en estos cien años por el bagaje teórico que dejó el gran revolucionario ruso, no puede obviarse algunos de sus puntos nodales. Tras su muerte, su transformación no proclamada, pero de facto, en la ex URSS, en “doctrina de Estado” dejó opacado y relegó a un segundo plano el potencial crítico sobre la propia praxis revolucionaria, que es central en toda teoría revolucionaria. Su peor consecuencia fue que, junto a las expectativas que irradió la nueva experiencia socialista durante buena parte del siglo XX, se difundiera un marxismo-leninismo encorsetado en un formalismo dogmático o simplemente normativo, despojado de su potencial dialéctico y subversivo.

Es este último aspecto del leninismo, tener como centro de su pensamiento la praxis para la revolución de los explotados, los proletarios, lo que resulta indigerible para las corrientes burguesas y reformistas. Por eso desde las últimas décadas del siglo XX, tras la regresión neoliberal reaccionaria, salvo para los reducidos círculos militantes, Lenin fue desterrado a un pasado que creen irrepetible, aún muchos que proclaman la insostenibilidad del sistema capitalista actual.

Marx tuvo mejor suerte. A pesar que las clases dominantes y sus voceros intelectuales intentaron arrumbarlo en el sótano de la historia, su pensamiento esclarecedor reaparece como un fantasma que vuelve del pasado tras cada sacudón que estremece a la economía capitalista globalizada. Ante el fracaso teórico para explicar esos sucesivos desequilibrios por los modernos hechiceros del mundo financiero, los tecnólogos de la producción les recuerdan a esos predicadores de la especulación monetaria que, finalmente para recomponer las ganancias de sus empresas capitalistas, tendrán que invertir para aumentar la productividad y poder apropiarse más y mejor de cada segundo del tiempo por el cual contratan a sus trabajadores. Una regla inexorable de la producción capitalista, que Marx demostró por primera vez cuando expuso que la plusvalía es la fuente de la ganancia capitalista y el basamento sobre el cual se sostiene todo su sistema productivo.

El legado de Lenin tiene mucho para decirnos sobre las posibilidades de acabar con este sistema de explotación.

PENSAR LA REVOLUCIÓN

El joven Lenin que se comprometió en la lucha contra el opresivo régimen zarista formaba parte de una generación que veía en el capitalismo, que desde hacía un siglo avanzaba en el occidente europeo, el futuro posible para superar el imperio, que combinaba el atraso de una economía de predominio terrateniente feudal con el despotismo de un fuerte Estado absolutista.

El amplio arco opositor al zarismo se extendía desde los monárquicos liberales, que aspiraban a reformas pactadas con el régimen, hasta los grupos conspirativos y de acción que pensaban en el magnicidio como forma de acelerar un cambio y una revolución popular. El menor de los Ulianov, Vladimir Ilich, cargaba en su propia familia con el peso de un hermano ejecutado por participar de esos grupos conspirativos.

Ese joven, en contacto con los pequeños grupos marxistas, asumió la perspectiva de superación del zarismo que era común a todos ellos. El derrocamiento de la monarquía sólo sería posible por una revolución de masas y no por la acción de grupos conspirativos. Una revolución que sería burguesa por sus objetivos centrales: derrumbar a las viejas clases aristocráticas dominantes, instaurar la democracia política bajo la forma de una república, quitar las trabas del mercado interno que dificultaban la expansión de un incipiente capitalismo industrial y mejorar las brutales condiciones de vida al que estaba sometido el proletariado que se estaba formando en algunas ciudades. Las tareas de los socialistas consistían tanto en promover políticamente esa revolución demorada como organizar a esos trabajadores. Bajo esta perspectiva muy general, aunque imprescindible para deslindar la perspectiva marxista de la de otros sectores opositores, quedaban muchas incógnitas por despejar sobre el camino a recorrer para concretar esa revolución.

En la búsqueda de esas respuestas Lenin fue forjando una utilización de la dialéctica marxista, una metodología, que por su trascendencia incluso superó a algunas de las soluciones que propuso para los problemas que enfrentaron en aquella época. Volver a Lenin hoy implica en primer término recuperar ese método de abordar, desde el marxismo, nuestra realidad e investigar la vigencia o no de las soluciones que propuso para los grandes problemas de una transición al socialismo.

La fórmula más simple y difundida para expresar ese enfoque leninista es el siempre citado “análisis concreto de situaciones concretas”. Pero a esta suerte de axioma metodológico se lo puede entender de diversas formas. En primer lugar, como un muro de contención contra ciertos discursos o textos propensos a la retórica o el divague, que no sólo no se emparentan con el rigor de Marx o Lenin, sino que incluso trasgreden las reglas elementales de la lógica formal, que exige “atenerse al tema u objeto en discusión”. Pero también puede ser un pasaporte para justificar el más elemental practicismo o empirismo de la práctica política, nada más lejano de la visión y la lucha leninista.

Porqué en Lenin “lo concreto” está indisolublemente asociado al concepto de “totalidad” a través de la teoría. Ese concreto es sólo un aspecto de una totalidad, con la cual hay que buscar sus conexiones internas, reales. Lo explica muy bien el filósofo marxista húngaro Georg Lukács en su trabajo “Lenin: la coherencia de su pensamiento”. En el postfacio (escrito 45 años después del texto original) dice: “Para el marxista Lenin “análisis concreto de la situación concreta no es lo opuesto a la teoría “pura”, sino que, por el contrario, es el punto culminante de la teoría genuina, el punto en que la teoría se cumple auténticamente, en que – por eso mismo – se convierte en praxis” (cursivas del autor). Para seguir mejor el pensamiento leninista sólo habría que agregar que no debe confundirse “esa situación concreta” con lo inmediatamente perceptible.

Para ese joven Lenin la situación concreta en esa fase de las fuerzas marxistas en Rusia era desentrañar como se estaba desarrollando el moderno capitalismo en el atrasado imperio, lo cual le exigió un trabajo de investigación empírico de tres años, sustentado en datos y censos de la época, pero enfocado y apoyado desde la teoría, expresada en las categorías generales del materialismo histórico y las más específicas de El Capital. Así nació (1899) uno de sus primeros trabajos, “El desarrollo del capitalismo en Rusia”. Visto desde la perspectiva de toda su obra y acción puede entenderse como una obra fundante de la visión que orientó sus futuras posiciones porque: a) concluyó que si bien la futura revolución sería burguesa no seguiría el mismo curso que las que le antecedieron en el siglo XIX en Europa, sino que se exigía una revolución mucho más radical, entre otras causas por la necesidad de una revolución agraria profunda para redistribuir las tierras; b) por la existencia de un proletariado, aún poco desarrollado, pero que sería un aliado natural de los campesinos más pobres; c) la alianza obrero-campesina se convirtió en el eje central de toda la estrategia leninista de la revolución, en sus diversas fases, incluida la triunfante de octubre de 1917; d) pocos años después (1905), Lenin le dio a ese concepto general de la alianza obrero-campesina una formulación más precisa para constituir un futuro gobierno revolucionario, “la dictadura democrática de obreros y campesinos

Con estas caracterizaciones centrales estaba sembrada la semilla del arsenal teórico del leninismo. Para retomar una metáfora usada por el viejo Engels, en esa semilla ya estaba prefigurada la futura planta. Es decir, todos los desarrollos conceptuales posteriores de Lenin, tanto los relacionados con el interior ruso, como aquellos referidos a lo internacional, se apoyan sobre esta inicial perspectiva del curso probable del proceso revolucionario.

ORGANIZAR LA FUERZA

Lenin entró en la historia como el constructor de la fuerza necesaria para vencer en la lucha de clases en las circunstancias precisas. Pero nunca se propuso establecer un modelo único y universal del partido proletario revolucionario. Al menos no era esa su intencionalidad cuando redactó el más que nombrado “Que Hacer” (1902), ni en otros tantos escritos que sobre la organización de la clase revolucionaria produjo en más de veinte años de su accionar, en los cuales incluso se pueden encontrar algunas formulaciones contradictorias a las que figuran en ese texto fundacional para lo que sería la tendencia bolchevique del POSDR y luego el partido de ese nombre.

La concepción que impuso en la construcción del partido revolucionario no puede entenderse aislada de su perspectiva estratégica de la revolución. Ese nexo es notorio. Por ejemplo, cuando en el parágrafo del libro titulado d) “Engels y la importancia de la lucha teórica”, formula el siempre nombrado apotegma “Sin teoría revolucionaria, no puede haber movimiento revolucionario” (O.C. citada T V, pág. 425) no se refiere únicamente a la teoría marxista de la lucha de clases en general. Inmediatamente agrega “Y para la socialdemocracia rusa, la importancia de la teoría aumenta debido a tres circunstancias que se suelen olvidar…” explicitando en esa causa tercera que “En tercer lugar, ante ningún otro partido socialista del mundo se plantean tareas nacionales como las que encara la socialdemocracia rusa”. Claramente esas tareas nacionales aluden a la revolución democrática-burguesa, en la cual el joven proletariado ruso debería tener un papel significativo, aun cuando para ese momento Lenin no adelantaba presunciones sobre el alcance de esa relevancia. Simplemente trataba de unificar a las fuerzas socialistas, armarlas de un programa para la revolución que habían tipificado y organizar una fuerza capaz de intervenir en las luchas conducentes a esa revolución, que se presumían serían insurreccionales, lo cual se confirmó en la fracasada revolución de 1905.

Todas las enriquecedoras experiencias revolucionarias de lucha por el socialismo del siglo XX, tanto las triunfantes como las fracasadas, no han hecho más que confirmar que si realmente se aspira al derrocamiento de las clases explotadoras, no puede pensarse la organización revolucionaria si no es en función de esa estrategia, tal como en su momento hicieron los bolcheviques. Bajo esta visión la organización del partido de la revolución deja de ser un esquema formalista.

El “Qué Hacer” al polemizar sobre los alcances del desarrollo espontáneo de las luchas del proletariado pone en el centro del debate de la organización del partido el problema de la conciencia de clase, un rasgo característico del leninismo. Desde entonces, pese a los innumerables escritos, la referencia en Lenin es ineludible para redescubrir en cada circunstancia histórica concreta como se expresaron los distintos niveles de conciencia política de las clases revolucionarias. En este aspecto Lenin no hace más que desarrollar lo que en Marx y Engels estaba implícito o apenas esbozado.

Fue precisamente Marx en una obra anterior al Manifiesto, Miseria de la Filosofía, quien introduce las categorías de clase en sí y clase para sí. Atrás de un lenguaje que todavía denota la herencia hegeliana, Marx marca un primer aspecto decisivo de inflexión: transforma una categoría socio-económica, que es una situación material objetiva que ocupa el trabajador en el proceso de la producción capitalista, en otra categoría política, la clase para sí. Ese punto de inflexión está dado exclusivamente por el desarrollo de la conciencia, como el antagonismo irreconciliable entre explotados y explotadores.

El Manifiesto Comunista avanza en este sentido y sienta dos principios que desde entonces pasaron a ser patrimonio teórico del movimiento revolucionario: el proletariado forja su conciencia en la lucha, y la lucha de clases es lucha política. Este punto es el segundo punto de inflexión de la concepción del partido, que a la vez deslinda con nitidez las acciones a las cuales espontáneamente tienden las clases explotadas, las luchas económicas o reivindicativas. Estas aún no son lucha de clase, aunque pueden ser un puente hacia ella. La experiencia histórica no ha hecho más que corroborar que si la condición de clase no deviene por si en conciencia revolucionaria de los explotados, condiciona esa posibilidad y lo hace mediante los flujos y reflujos de las luchas políticas en que intervienen.

No es casual que Lenin en el Que Hacer, en decenas de otros escritos, así como en la acción práctica de su partido situaron como prioridad y centro del combate revolucionario el desarrollo de la conciencia política de las masas. Al colocar ese problema como punto referencial y medida para valorar todas las acciones de la lucha revolucionaria en sus diversos aspectos le permitió distinguir claramente la vanguardia proletaria de los sectores de la retaguardia, y adoptar las tácticas adecuadas a cada uno de ellos, en la búsqueda de su unidad.

Pero el crecimiento de la conciencia de las masas no es un proceso que está confinado al terreno espiritual, sino un arma potencial que éstas desarrollan en su experiencia política y que se traduce en organización. La conciencia social, para ser tal, necesariamente tiene que objetivarse y aparecer como algo externo a los propios protagonistas. Ese paso decisivo es la organización, que puede servir a su vez para impulsar un mayor desarrollo de la conciencia, ampliando más el círculo de las masas que se suman a la lucha política.

Esta concepción leninista de la organización revolucionaria de los trabajadores como expresión de la conciencia de clase dejó su huella en las luchas de clase del siglo XX pero tiene mucho para decirnos frente a las incertidumbres que acechan al capitalismo de este siglo. Por supuesto descartamos las vacuidades seudo-sociológicas de aquellos que niegan directamente la importancia actual de los trabajadores en el sistema productivo capitalista, como si el sistema no estuviese ávido, cada vez más, de la apropiación de plusvalía. No se puede negar la necesidad de los productores si no se demuestra la inutilidad del producto, es decir que ya no es más la viga maestra del capitalismo. También carecen de seriedad conceptual quienes para refutar los puntos nodales señalados de la visión leninista de la organización revolucionaria se entretienen en escribir sobre lo obvio: que en un siglo de distancia ha cambiado la tecnología productiva y con ella muchas de las modalidades organizativas de la producción, con sus efectos sobre la vinculación espacial y organizacional de los trabajadores, además de los cambios culturales que cruzan a toda la sociedad. Por supuesto que cada uno de estos cambios suponen nuevos desafíos creativos para la organización de los trabajadores, tanto para sus luchas inmediatas, como para las estratégicas, es decir las revolucionarias.

Cuando todas estas supuestas teorizaciones se difunden desde sectores vinculados a las clases dominantes es evidente que procuran confundir más a los trabajadores para acentuar su indefensión frente a la creciente ofensiva del capital. Pero cuando provienen de sectores que se asumen de izquierda, son simple argucias para barrer bajo la alfombra el polvo de la derrota sin indagar en profundidad la peor de sus consecuencias: un retroceso en la conciencia de clase.

Sin proponérselo obligan a regresar la mirada hacia Lenin. A título de ejemplo se puede desarrollar un simple ejercicio imaginativo basado en hechos fácticos. El año pasado los trabajadores franceses, unificados en sus diversas centrales sindicales por primera vez en años, realizaron durante varias semanas paros y movilizaciones para impedir que se aumente la edad jubilatoria, como finalmente logró imponer el gobierno de Macron. A pesar que, bajo diversas formas, hay una creciente embestida en casi todos los países capitalistas por alargar las edades para jubilarse y desmejorar las condiciones de las mismas – con el argumento que aumentan el déficit estatal – no hubo ni una sola acción solidaria efectiva (paro solidario, boicot a productos franceses, movilizaciones, etc.) de otras organizaciones de masas de trabajadores europeos ni de otras regiones. Cabe preguntarse ¿qué hubiese pasado si la lucha de esos trabajadores se hubiese visto rodeada de activa solidaridad de clase internacional? ¿Qué hace que haya quedado enterrado en un lejano pasado la noción del internacionalismo proletario, que era parte del arsenal de combate de los trabajadores, si no es en razón de un deterioro grave de la conciencia de clase?

Podemos seguir preguntando, como ejercicio imaginativo, ¿qué pasaría si los trabajadores de los puertos asiáticos y africanos, muchos de ellos árabes y musulmanes, se negasen a mover las cargas destinadas a Israel hasta que no cese el genocidio al pueblo de Gaza? ¿no sería más efectivo que las heroicas acciones de los milicianos Huties de Yemen en la entrada del Mar Rojo? ¿acaso no lo impide solamente la falta de conciencia organizada – en este caso también antiimperialista – de los trabajadores?

Planteadas hoy estas propuestas – que dependen sólo de la conciencia humana – resuenan como más irrealizables, y hasta delirantes, que otras que requieren enfrentar las leyes de la naturaleza.

Este desarme del lado de los explotados es tanto más notable y grave en momentos que gran parte de los capitalistas occidentales demuestran reiteradamente como han “globalizado” el ejercicio consciente de su propia unidad de clase dominante, al sumarse inmediatamente – por intermedio de sus respectivos funcionarios políticos de turno – a cuanta medida punitiva se promueve contra los pueblos o gobiernos que no se doblegan a alguno de sus múltiples intereses o directamente deciden enfrentarlos.

Es urgente no sólo releer a Lenin, sino recuperar su espíritu y su perspectiva.

LA CADENA Y EL ESLABÓN

Cuando en el debate político aparece la problemática del imperialismo, ya sea a nivel teórico o como simple cuestión fáctica a considerar, es inevitable no asociarla al nombre de Lenin. Es un hecho singular, porque no fue Lenin quien primero investigó su surgimiento – como él mismo se ocupó de registrar – ni de introducirlo a principios del siglo XX en la problemática de los partidos de la II Internacional socialista.

Pero seguramente entre los marxistas de su generación era quien estaba entre los de mejor preparación para entender su significado y particularmente para extraer las enormes consecuencias políticas que resultarían de la aparición de este fenómeno en el orden capitalista mundial.

Estaba mejor preparado porque aún muchos de los que habían transitado El Capital y doctrinariamente se declaraban discípulos de Marx implícitamente seguían entendiendo el capitalismo mundial como una suerte de sumatoria de economías nacionales. Contrariamente, Lenin se contaba entre los pocos socialistas de la época, entre ellos Rosa Luxemburgo, que entendían y pensaban que era el mercado mundial – en plena expansión en ese tiempo – el determinante y condicionante de las economías nacionales y no a la inversa. Y la concentración monopólica del capital, núcleo del fenómeno imperialista, era fruto directo de esa expansión, que venía a socavar las fronteras nacionales. El capitalismo mundial sumaba así nuevas contradicciones a las que meticulosamente había descrito Marx.

No tiene nada de casual el título que Lenin da al texto que escribe en Suiza a principios de 1916 y que tendría tanta trascendencia “El imperialismo, etapa superior del capitalismo”. Por una parte, remarca el fenómeno nuevo, específico, la situación concreta que analiza, pero inmediatamente la conecta con la totalidad, el capitalismo. Nos reencontramos con el mismo Lenin que quince años antes, con la misma metodología con la que dilucidaba el carácter de la revolución en su país.

Piénsese la distancia que hay entre esta perspectiva leninista y la forma como ciertos científicos sociales y economistas de nuestra época – incluso algunos que se decían adscriptos al marxismo – enfocaron en los años 80 y 90, el auge de la financiarización de la economía mundial, las políticas neoliberales adjuntas a ese proceso y la nueva expansión de las fronteras capitalistas. Proclamaron a quien los escuchaba que esa nueva época era sustancialmente distinta a todo lo conocido por el capitalismo mundial hasta entonces, intentando borrar o directamente desconociendo los nexos profundos que existen entre las nuevas modalidades de apropiación de la ganancia capitalista y la antigua forma de crearla, que es un rasgo típico del capitalismo desde sus lejanos orígenes.

Esa visión de totalidad inicial impregna a todo ese trabajo y a los conexos de esos años. Lenin no se limita a la tipificación del fenómeno imperialista como cuando afirma ..,“ todo esto ha dado origen a esas características distintas del imperialismo, que nos obligan a calificarlo de capitalismo parasitario o en estado de descomposición” (O.C. citada T XXIII pág. 421). Profundiza en este fenómeno nuevo y en el marco de la coyuntura que atraviesa el capitalismo, 1ª guerra mundial, extrae conclusiones políticas determinantes para el curso de acción del proletariado y de los partidos que lo representan. Nuevamente es Georg Lukács que sintetiza, en el texto sobre Lenin ya citado, la significación de esas conclusiones: “La superioridad de Lenin – y esta es una hazaña teórica sin igual – consiste en que fue capaz de enlazar completa y concretamente la teoría económica del imperialismo con todas las cuestiones políticas del presente, y hacer de la estructura económica de la nueva fase un parámetro para todas las acciones concretas en un entorno tan decisivo” (cursivas del autor).

Entre esas conclusiones, la de mayor relevancia estratégica fue la que vio en la guerra imperialista la posibilidad del inicio de las revoluciones proletarias en el continente europeo. Pero además Lenin precisó que ese proceso podía empezar por un reinicio de la frustrada revolución democrático-burguesa de 1905 en la Rusia zarista, agobiada por sus propias contradicciones y la guerra estancada. En efecto así ocurrió poco después. Graficó esa perspectiva con su conocida formulación de la época “La cadena puede romperse por su eslabón más débil”.

Es también de esa época su trabajo “La guerra imperialista y la bancarrota de la II Internacional” que sigue siendo referencial para quienes intenten reflexionar sobre las diferencias de las inevitables convulsiones de masas en épocas de crisis, como las que vivimos, de las posibles situaciones revolucionarias.

En este largo siglo desde que apareció el Imperialismo de Lenin muchas de sus caracterizaciones han sido confirmadas a pesar de las reconfiguraciones del capitalismo mundial. Otras no han resistido el paso del tiempo. En particular en nuestro continente, para intentar explicar la influencia negativa de los capitales imperialistas para el desarrollo de nuestros países, sobre la base de la visión leninista del imperialismo surgió una de las vertientes de la Teoría de la dependencia más estimulantes para el pensamiento socialista, que no puede ser obviada.

Después de un breve período en el que las inevitables disputas inter capitalistas parecía que se habían ordenado o atenuado bajo el predominio del hegemón mayor – el imperio yanqui – reaparecieron con mayor agudeza con el fortalecimiento de los capitalismos asiáticos, ruso y los llamados emergentes, en un contexto de recurrencia de las crisis económicas, especialmente después de la de 2008.

Junto al agravamiento de esas confrontaciones resurgieron viejos interrogantes y algunos nuevos. Por ejemplo ¿La disputa entre las viejas potencias y las nuevas se podrá mantener como hasta el presente en el terreno de los enfrentamientos políticos, diplomáticos y guerras focalizadas? ¿Cuál es la relación de los países receptores de capitales de las nuevas potencias con esos nuevos centros inversores? ¿condicionarán esos endeudamientos su desarrollo como ocurrió con los viejos imperialismos? Entre tantas otras, que no es del caso señalar en esta reseña, estos interrogantes forman parte del actual debate político y de las preocupaciones teóricas a resolver porque sigue siendo válido que “sin teoría revolucionaria, no puede haber movimiento revolucionario”.

Lenin no da respuesta a estos interrogantes, pero no la habrá sin Lenin.

Es evidente que en la presente coyuntura el centro del debate político frente a la crisis es una reconfiguración de la hegemonía capitalista mundial, con el desplazamiento de la supremacía lograda por el imperialismo yanqui después de la 2ª guerra – y afianzada tras la disolución del bloque socialista – frente a las nuevas potencias capitalistas emergentes, agrupadas ahora en los BRICS+. Todo está en cuestionamiento, el ordenamiento jurídico internacional plasmado en la ONU, la moneda mundial, las reglas mundiales del comercio y las transacciones financieras, etc. Cómo se resuelva esta confrontación, el bloque que saldrá fortalecido, si la disputa se mantendrá dentro de los límites actuales o se avanzará hacia una guerra más generalizada y destructiva, tendrá incidencia decisiva en la evolución de la crisis, pero no resolverá las contradicciones intrínsecas que la generan. Si algo enseña la herencia leninista a los revolucionarios es a prepararse teórica y prácticamente bajo esta perspectiva, y fundamentalmente a trasmitirla a las masas explotadas.

OTRO ESTADO

Aún en esta época, en el cual la experiencia consejista de la primera República de los Soviets aparece no sólo como fracasada, sino irrepetible por las condiciones en las cuales surgió, la obra de Lenin “El Estado y la Revolución” sigue siendo uno de sus trabajos más trascendentes por la experiencia que puede transmitir a las futuras generaciones que se propongan y atrevan a “tomar el cielo por asalto”. Es decir, desplazar a las clases explotadoras de la dirección del Estado y del control de la economía. Aunque no lo hagan a la manera de los comuneros de París en 1871, ni como los trabajadores y campesinos rusos en 1917.

Escrito en medio de las dos fases de la revolución que trastocaron a la antigua Rusia zarista y convulsionaron al mundo, se nutrió tanto de la maduración de la perspectiva revolucionaria del autor, en su larga experiencia militante, como de la enorme presión de la sublevación de las masas explotadas, necesitadas en ese momento de resolver el camino correcto para que su primer éxito – el derrocamiento monárquico en febrero de 1917 – no se les escurra de las manos. La conjunción de burguesía y antiguas clases dominantes pugnaba por recuperar el control pleno de la situación, ahora bajo la forma de una república parlamentaria, validada por una asamblea constituyente.

Los delegados de los obreros, los campesinos y los soldados que volvían del frente, reunidos en forma asamblearia en sus Consejos – los soviets – planteaban sus demandas o rechazaban aquellas dispuestas por el gobierno transitorio que los perjudicaban. La tensión creciente entre ambos poderes en pugna hacía que la propuesta que esos soviets asuman el poder, para constituir un nuevo gobierno, hecha por los bolcheviques y otros grupos socialistas fuese cada vez más escuchada y se expandía.

Con el libro Lenin se proponía exponer ante un auditorio más amplio cual fue el recorrido de ideas, sustentadas en experiencias históricas, que conducían a la necesidad de dar ese paso. Al historiar como Marx y Engels fueron abordando el problema del Estado, desde la inicial constatación del Manifiesto como un órgano de dominación de la burguesía, va analizando, y desmitificando a la vez, las distintas categorías que caracterizan al Estado.

En primer lugar, el carácter represivo del Estado. Por ejemplo, citando a Engels en unas observaciones que hace al programa de entonces de la socialdemocracia alemana …“Nosotros somos partidarios de la república democrática, como la mejor forma de Estado para el proletariado bajo el capitalismo, pero no tenemos derecho a olvidar que la esclavitud asalariada es el destino del pueblo, incluso en la república burguesa más democrática. Además, todo Estado es una “fuerza especial de represión” de la clase oprimida…” (O.C. citada T XXVII pág. 30). Más de un siglo después es verificable en qué medida estos conceptos siguen teniendo vigencia. En relación a la persistencia de la “esclavitud asalariada”, si se la interpreta en el sentido más profundo de explotación, es decir como apropiación de plusvalía, de tiempo de trabajo impago, es indiscutible que sigue siendo el núcleo alrededor del cual se sostiene toda la complejidad del sistema. Incluso es fácticamente comprobable que con las modernas tecnologías los trabajadores producen mayor plusvalía que el obrero manual. Pero si se interpreta en sentido de las condiciones de vida de los trabajadores es innegable que en la actualidad son incomparablemente mejores que a los que hace referencia Engels. No por altruismo de las clases explotadoras, sino gracias a las luchas más que centenarias de los propios trabajadores organizados, que han impuesto regulaciones inexistentes en aquel tiempo, muchas de las cuales intentan ser derogadas en la ofensiva neoliberal de los años recientes. Los detallados informes anuales de la OIT dan datos concretos, tanto sobre el crecimiento de la población asalariada a nivel global, así como la masa permanente de personas sin trabajo, los distintos niveles de ingresos, que en algunos países o regiones se acercan directamente a condiciones de esclavitud. En cuanto al carácter represivo de los Estados, especialmente a las clases oprimidas, casi a diario las noticias traen ejemplos sobre este aspecto. Además de la existencia de verdaderos ejércitos interiores en casi todos los países para el control poblacional, que actúan con mayor agresividad, incluso al margen de las normas legales, en las zonas pobres. A eso se suma el creciente control de la privacidad a través de las nuevas tecnologías.

Lenin avanza en el texto a partir de insistir sobre este carácter del Estado como un órgano represivo de dominación de las clases explotadoras, rechazando a la vez la difundida visión, compartida tanto por los partidos burgueses como reformistas, que presentan al Estado al margen de las clases, como si fuese neutral o por encima de ellas. Aunque en épocas de relativa estabilidad el Estado “democrático” pueda asumir la apariencia de un órgano de equilibrio entre las clases, es en las grandes crisis sociales donde se evidencia su verdadera naturaleza, ejerciendo toda su potencia coercitiva y represiva a favor de las clases explotadoras. Dos siglos de experiencias no hacen más que comprobarlo.

En aquella encrucijada histórica de 1917 el problema central a resolver era: qué tipo de Estado necesitan las clases explotadas para crear una economía en que dejen de ser explotadas. Sigue siendo el gran problema a resolver de nuestra época, aunque a veces parezca que no está en las agendas de debate. Es de la mayor prioridad en este tiempo, en el cual las democracias “de baja intensidad” que predominan en gran parte del mundo – sea bajo forma parlamentaria o presidencialista – no sólo no dan respuesta a necesidades básicas de crecientes masas de población, sino que directamente atentan contra viejas conquistas, regresando de hecho a sistemas cada vez más elitistas y autocráticos, incluso bajo la fachada electoral.

El poder a los soviets que propusieron, y lograron poco después, fue poner en acto lo que apenas se esbozó en los 70 días de existencia de la Comuna de 1871: la dictadura del proletariado. Por eso es una categoría política que cruza a todo este texto de Lenin. Hoy esta formulación es denostada bajo la carga ideológica y fetichista de las democracias representativas que nos conducen y oprimen, como la única forma política posible de conciliar la satisfacción de las necesidades humanas con la libertad individual. En realidad, para las grandes mayorías desposeídas no ocurre ni lo uno ni lo otro.

Para entender en qué sentido, tanto Marx como Lenin, se referían a este tipo de gobierno vale transcribir este párrafo del libro. Escribe, citando al Manifiesto Comunista “… El proletariado se valdrá de su dominación política para ir arrancando gradualmente a la burguesía todo el capital, para centralizar todos los instrumentos de producción en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase dominante, y para aumentar con la mayor rapidez posible la suma de las fuerzas productivas” y comenta Lenin “ Tenemos aquí la formulación de una de las ideas más admirables e importantes del marxismo respecto del Estado, o sea, la idea de la dictadura del proletariado (como comenzaron a llamarla Marx y Engels después de la Comuna de París) y asimismo, una definición de Estado en extremo interesante, que es también una de las palabras olvidadas del marxismo: El Estado, es decir, el proletariado organizado como clase dominante” (O.C. citada T XXVII, pág. 35)

Reforzando esta visión, que fue la que primó en la Revolución de Octubre, agrega unas páginas después: “A menudo se dice y se escribe que lo fundamental en la teoría de Marx es la lucha de clases. Pero no es exacto. De esta idea equivocada se deriva con gran frecuencia una tergiversación oportunista del marxismo y su falsificación en un sentido aceptable para la burguesía. En efecto, la teoría de la lucha de clases no fue creada por Marx, sino por la burguesía, antes que Marx, y es, en términos generales, aceptable para la burguesía. Quien reconoce solamente la lucha de clases no es aún marxista, puede mantenerse todavía dentro del marco del pensamiento burgués y de la política burguesa. Limitar el marxismo a la teoría de la lucha de clases significa cercenar el marxismo, tergiversarlo, reducirlo a algo aceptable para la burguesía. Marxista sólo es quien hace extensivo el reconocimiento de la lucha de clases al reconocimiento de la dictadura del proletariado. En ello estriba la más profunda diferencia entre un marxista y un pequeño (o un gran) burgués ordinario…” (O.C. citada T XXVII, pág. 45).

Pocos años después de escribir este texto, ya al frente del gobierno revolucionario, y hablando ante obreros ferroviarios ante la ofensiva contrarrevolucionaria, tanto interior como exterior, explicaba más o menos en estos términos que, “la dictadura del proletariado es la capacidad que demostremos de maniatarle las manos a la burguesía”. Y efectivamente, toda la experiencia de un siglo muestra, que aunque no se trate exactamente de gobiernos de los trabajadores ni de los explotados, ni siquiera con formas de democracia directa como intentaron los soviets, si intentan transformaciones estructurales profundas que afectan los intereses de las burguesías locales o los inversionistas externos, inmediatamente sufren esas embestidas y es necesario – como decía Lenin – maniatarles las manos. En nuestro continente sobran ejemplos, distantes en el tiempo y muy recientes.

En este capitalismo globalizado y en crisis, las clases explotadoras para preservar su dominio, han estructurado un andamiaje jurídico-institucional que constituye cada vez más un cepo cerrado de defensa de los intereses del capital, y en particular del capital financiero internacional. La tarea para las próximas generaciones de maniatarles las manos será tanto más compleja que la de aquella época, pero ineludible si el objetivo es la emancipación social, es decir acabar con la explotación asalariada.

Pero este objetivo estratégico es imposible si los sectores populares, explotados y oprimidos, no logran ser la clase dominante, lo que exige que el pueblo organizado se constituya en Estado. Esta perspectiva está en el centro de la visión de Hugo Chávez y se plasmó en la Constitución de 1999. En ese camino, habrá que superar las formas representativas tradicionales de la democracia, que son más un obstáculo para esa organización que un instrumento para lograrlo. Se exige otras formas de organización política del Estado, que recupere la esencia asamblearia que intentaron aquellos trabajadores en 1917, cualquiera sea la forma en que sea realizable en las actuales condiciones políticas concretas.

Sin embargo, no se puede obviar que sigue siendo un obstáculo para que esta perspectiva se concrete en acción política convocante de las mayorías populares el curso negativo en el que culminaron esas experiencias revolucionarias del siglo pasado, en las cuales el funcionariado burocrático acabó apropiándose de un Estado nacido para expresar los intereses de las masas explotadas.

Aquellos obreros y campesinos con casi nada abrieron una huella histórica imborrable, dejando invalorables experiencias para remontar la historia de la explotación humana. Volver a Lenin, que estuvo al frente de ellos, es rendirles tributo.

Norberto Bacher

La Matanza

19.01.24