Por: Rafael Hernández
27 abril 2020
El 27 de abril de 1935, hace 85 años, Antonio Gramsci entró a la muerte, y también, naturalmente, a la inmortalidad. Su recepción en Cuba ha sido traída y llevada por los avatares de la política y del debate de ideas. De cierta manera, ha representado un cierto termómetro del oleaje intelectual e ideológico entre nosotros, no solo en relación con el marxismo, su enseñanza teórica y doctrinal, sino con la interpretación de lo político y lo cultural, y en la discusión sobre tópicos como dominación, hegemonía, intelectual orgánico, sociedad civil, papel del partido, democracia…
Gramsci fue, ante todo, un político. El fascismo italiano no lo condenó por sus ideas filosóficas, ni siquiera por escribir en L´Ordine Nuevo, la revista de los comunistas, sino por su intensa actividad al frente de ese partido. Llegó a esa posición, tres años después de haberlo fundado, en 1921, en compañía de Bordiga, Togliatti y otros (con los que no siempre estuvo de acuerdo), a pesar de ser feo, medio jorobado, de baja estatura, tener pinta de intelectual, y enredarse en discusiones con esos compañeros suyos en público. Se convirtió en el Secretario general del PCI por sus dotes como líder, su poder de convocatoria, su capacidad organizativa, su coraje y su visión estratégica; o para decirlo con palabras cercanas, por su enorme sentido del momento histórico. Es verdad que subestimó inicialmente a los arrebatados camisas negras del fascismo, calificándolo de movimiento pequeñoburgués destinado a pasar. Pero fue, al decir de Trotski, el único que advirtió tempranamente la posibilidad de la dictadura fascista, o sea, la formidable amenaza de un populismo con banderas de redención ultranacionalista, en un país perdedor y empobrecido, capaz de galvanizar hacia la derecha lo que él llamaría luego el “sentido común,” y caminar hacia esa dictadura a partir de 1922 –como harían luego los camisas pardas nacionalsocialistas en la Alemania de Munich.
Nacido en una islita del fondo de Italia, en una familia de clase baja, acostumbrado al trato con la pobreza, con el mundo del trabajo rural del profundo sur; gracias a su inteligencia y autodisciplina, alcanzó la universidad, pasando muchísima hambre y frío, en Turín, el epicentro norte de las luchas del proletariado italiano, donde estudió Letras, integró el movimiento estudiantil, luchó junto a los futuros líderes de las organizaciones de izquierda y a los sindicatos; y aprendió que el papel de la prensa del Partido y de la propia organización incluía acoger a los intelectuales y fomentar el pensamiento, para hacer uso de la inteligencia y la cultura (no solo del arte y la literatura), para que el movimiento popular (no solo sindical) alcanzara a montarse en el tren de la revolución europea –con los rusos, los húngaros, los alemanes.
Mantuvo estrechísimas relaciones con los bolcheviques y aprendió de su experiencia pionera, y de su liderazgo, integrado por mentes brillantes. No le tuvieron que explicar, claro está, que una revolución estaba lejos de un paseo por el campo, una tertulia filosófica, o un curso de historia de las ideas del maestro Benedetto Croce. Tuvo muy claro que la estricta organización partidaria bolchevique, su disciplina y reglas de acción, al mando de Lenin, eran imprescindibles para la revolución; y nada tenían que ver con la brutal maquinaria fascista y sus hábitos de mando. Habiendo visitado la URSS durante meses, y conociendo personalmente a sus principales líderes, también advirtió que, a raíz de la muerte de Lenin, las divisiones dentro del partido soviético eran una amenaza para todos. Habiendo representado al PCI ante la Internacional Comunista, supo desechar los espejuelos que esta le asignaba a otros partidos comunistas, y comprender a fondo los problemas de una revolución socialista en Italia, a partir de una alianza entre los obreros del norte y los campesinos del sur. También se opuso, públicamente, a la tendencia que preconizaba la bolchevización del PCI.
Mussolini, un socialista renegado (ojo con este detalle), logró meterlo preso, e imponerle una larga condena. El juez fascista que lo condenaría afirmó: ““Durante 20 años debemos impedir funcionar a este cerebro.” Su salud quebradiza no resistiría aquellas mazmorras y moriría, en 1935, con apenas 44 años.
Paradójicamente, son precisamente las circunstancias de la prisión las que permiten que este cerebro revolucionario encauzara su energía escribiendo, en decenas de libreticas, esos textos deslumbrantes que continuarían el camino del marxismo de Marx y de Lenin, como teoría revolucionaria, desde el rigor analítico de la sociología, la antropología cultural, la ciencia política italianas y europeas, es decir, de una cultura humanista ancestral, recuperada para el legado del pensamiento crítico. Gracias a esa cárcel, disponemos hoy, por ejemplo, de ese cúmulo de notas dispersas, reunidas bajo el título de Notas sobre Maquiavelo, sobre política y sobre el Estado moderno, lectura imprescindible para quienes hablan, escriben y enseñan sobre política y sobre cultura en Cuba.
Tengo delante de mí los cinco volúmenes de los Cuadernos de la cárcel, en la minuciosa edición crítica del Instituto Gramsci, a cargo de Valentino Gerratana, con más de 2500 páginas; la abarcadora biografía de Giuseppe Fiori; el número de la revista mexicana “Dialéctica,” coordinado por la profesora Dora Kanoussi, dedicado a su pensamiento teórico e impacto en América. También, naturalmente, guardo las ediciones argentinas de Lautaro (recopilaciones extraídas de los Cuadernos), primeras que circularon en Cuba, tituladas (no por su autor, sino por sus editores), Los intelectuales y la organización de la cultura y El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce, que las Ediciones Revolucionarias cubanas escogerían para “fusilar” (término de la época), con beneplácito de lectores, como yo y la mayoría de mis amigos pichones de intelectuales y omnívoros en materia de lecturas.
Mi primer encuentro con su obra, sin embargo, fue más bien de soslayo, cuando en 1967, me asignaron traducir (yo trabajaba en el recién estrenado Instituto del Libro) algunos artículos de y sobre Gramsci, que, según me dijeron después, se iban a publicar en Pensamiento crítico. Luego tendría la oportunidad excepcional de conocer su obra (publicada en español gracias a los argentinos Hector Agosti y José Aricó), en los seminarios internos del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana. Aprendí entonces que para aprovechar a Gramsci (lo mismo que a Martí, Mariátegui, Mella, el Che, Fidel o a cualquier otro pensador político) no había que memorizar o usar sus citas, sino entender la circunstancia de su obra, y saber también cuándo, por qué y con quién polemizaba. Halando ese hilo, conseguí una fotocopia, no me acuerdo cómo, de La teoría del materialismo histórico. Manual popular de sociología marxista (Moscú, 1921), de Nikolai Ivanovich Bujarin, conocida en Italia y toda Europa casi de inmediato, y a la que Gramsci dedicara una de sus principales refutaciones críticas al marxismo dogmático.
Como señaló Fernando Martínez, el marxismo que la Revolución y la sociedad cubanas necesitaban era uno que identificara y formulara sus problemas, y cuestionara las tendencias dogmatizantes del marxismo soviético disponible, para cuya función la obra de Gramsci fue un instrumento fundamental, que “dejó huella en las ideas cubanas, y nunca nos ha abandonado.”
Si no se entiende ese influjo gramsciano “en vena,” no se comprende, por ejemplo, la emergencia del debate sobre la sociedad civil en los primeros 90, como parte de un proceso orgánico dentro del pensamiento cubano. Los que tocan a Gramsci de oído, le han llamado a ese influjo neomarxismo; quienes cargan anticuerpos del plasma soviético, experimentaron (en su momento) la típica reacción autoinmune que equivoca al cuerpo extraño (“nos quieren meter aquí la sociedad civil”); otros que lo han invocado, y lo siguen haciendo, sin conocerlo, trastocan conceptos y terminan asimilándolo al sentido neoliberal (“la sociedad civil, o sea, lo opuesto al Estado, las ONG, la iglesia, el sector privado, etc.” ). Estos últimos, que apelan a Gramsci como a la pomada china, para cualquier cosa, no entienden lo que ya estaba claro hace más de 20 años para los que discutíamos el tema y que el propio Gramsci hace explícito: la distinción entre sociedad política y sociedad civil es metódica, no orgánica. Al criticar esta representación, difundida entre autores católicos, aunque también entre algunos marxistas, uno de los principales estudiosos cubanos de Gramsci precisaba entonces que la sociedad civil gramsciana es “la esfera de la producción ideológica, en su interconexión y entrelazamiento con la sociedad política y con el Estado,” de manera que su desarrollo pasa por “las estructuras e instituciones de producción ideológico-cultural: el sistema de enseñanza, los medios de difusión masiva, la política editorial, etc.”
A pesar de que gracias a La Gaceta de Cuba, el Caimán Barbudo, la revista Temas, y más reciente y muy especialmente, la Cátedra Gramsci del ICIC Juan Marinello, así como otras instituciones y publicaciones, se han naturalizado conceptos como sociedad civil, y la reacción alérgica ante el término se ha ido apagando, hasta el punto de usarse normalmente en los medios y los discursos, todavía hay un largo trecho que andar en la asimilación de la obra del dirigente y pensador político italiano. Otros conceptos suyos, como el de intelectual orgánico, también sufren todo tipo de remakes, que cualquiera usa como le parece.
Sin espacio para extenderme aquí sobre este análisis, termino apuntando que las citas de Gramsci fuera de contexto, su extrapolación arbitraria y su uso más bien metafórico, se pueden encontrar hasta en las redes sociales. Estas visiones padecen de un sesgo opuesto al enfoque gramsciano, afincado en la historia concreta (no en balde Louis Althusser lo intentaría degradar llamándolo “marxismo historicista”) y en la interpretación de lo político como función de una sociedad y una cultura determinadas.
Ahora que su obra no despierta desconfianza ni estigmas del pasado, este dirigente comunista tan especial, que en la soledad de una cárcel, y sin perder conexión con los problemas concretos de su tiempo y país, le dedica libretas de notas enteras a investigar el desarrollo de los grupos intelectuales, la historiografía, la lingüística, el canto X del Infierno de Dante, Maquiavelo, las novelas de folletín, también personifica un paradigma intelectual y humano. Por eso, en la Cuba de hoy, conmemorar el aniversario de su caída en lucha contra el fascismo conlleva también recuperar sus ideas y su ejemplo, como parte de una educación cívica y política actualizada, precisamente en las escuelas y los medios de difusión, esa sociedad civil real que él explicara de manera tan novedosa y profunda.