Contra la razón populista. La vía muerta de Ernesto Laclau

2019-07-2| Stathis Kouvelakis
[Los trabajos de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, muy discutidos en el ámbito académico desde hace varios años, se han extendido al ámbito político y han generado debates en el seno de la izquierda latinoamericana y europea.

En este texto, Stathis Kouvelakis se dedica a deconstruir la racionalidad de la política teorizada por Laclau bajo el término populismo. Con ese objetivo, propone discutir tres tesis:

* La democracia radical propuesta por Laclau se base en el principio de una autolimitación que excluye cualquier idea de ruptura con el orden socio-económico capitalista y con los principios de la democracia liberal, que asimila a una empresa de tipo totalitario..

* Contrariamente a lo que afirma Laclau es la lucha de clases la que actúa como agente de dereificación del sujeto político y no la razón populista.

* La lógica hegemónica que alienta la razón populista no se corresponde con el objeto de la misma por dos razones: a) dado su estricto formalismo, adolece de una indeterminación de principio frente a cualquier movimiento real; b) No puede informar de sus propios efectos; por ej., de su transformación en posición hegemónica de poder. CT]

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La crítica postmarxista del marxismo

Influenciado por la experiencia política de su país, Argentina, y por su compromiso en una corriente socialista del movimiento peronista, Laclau emerge en el ámbito intelectual como un marxista en la estela de Althusser y Poulantzas, planteando la cuestión de la ideología en el centro de la comprensión de la especificidad de los fenómenos políticos 1/. En los años 1980, junto a Chantal Mouffe, pone en marcha su aggiornamento teórico postmarxista como una contribución a la estrategia socialista; aunque volveremos ampliamente sobre ello, sitúan el socialismo como elemento de un proyecto de democracia radical. Esta toma de posición parece tanto más novedosa en la medida que despliega una densa terminología que Gramsci calificaría de subversiva, saturada de antagonismos, de cadenas de equivalencia, de articulaciones contingentes y otras posiciones subjetivas con una ostentosa radicalidad. Sin embargo, el sentido de esta radicalidad aparece de entrada como profundamente diferente al que la estrategia socialista, en sus diversas versiones, le ha atribuido; a saber: la ruptura con el capitalismo.

A lo largo de los capítulos de su libro, el fundamento teórico en el que se basa esta tradición, es decir, el marxismo, es objeto de una demolición total, orientada a demostrar su deficiencia fundamental; deficiencia que portan el conjunto de intelectuales y dirigentes que se reclaman de ella, más allá de la diversidad de sus puntos de vista. Enunciada de forma sintética, esta deficiencia sería la siguiente: en tanto que proyecto, movimiento y teoría política, el marxismo se basa en el presupuesto de un sujeto histórico-social unificado: la clase obrera encargada de una misión revolucionaria. Por otra parte, la unidad del sujeto en cuestión se basa en una visión determinista de las relaciones sociales, según la cual la centralidad de la lucha (y la consciencia) de clase está garantizada por la determinación en última instancia de la economía, hipótesis fundadora del materialismo histórico.

A partir de esta determinación, el marxismo pensó poder deducir, como una consecuencia necesaria, la existencia de un sujeto dotado de una consciencia de clase orientado a poner fin al capitalismo. En una palabra, el marxismo adolecería de fundamentalismo, término básico en la crítica postmarxista del marxismo, y debido a ello cada vez sería menos adecuado para comprender las formas de subjetivación y las coyunturas políticas contemporáneas. En otras palabras, el fundamentalismo no es más que un intento, ilusorio en el terreno analítico y vano en el terreno práctico, para superar la indeterminación de lo social y la descentralización de las formas de subjetivación. Frente a ello, el postmarxista pone por delante el papel constitutivo de las articulaciones discursivas, totalmente ajenas a lo social y las únicas susceptibles de superar, de un modo parcial, contingente y temporal, su estallido inherente y dar lugar a formas de subjetivación.

De este modo, el punto de vista postmarxista permite comprender la pluralidad irreductible de los sujetos políticos que suceden a la difunta centralidad obrera. A saber, los nuevos movimientos sociales (feminismo, ecologismo, movimientos de minorías), contribuyendo positivamente a su emergencia. Por ello, de lo que se trata es de clarificar el horizonte que se desprende de estos movimientos en el marco teórico enunciado. En otros términos: ¿cuál es el contenido preciso de la democracia radical que trata de integrar, pero sobre todo superar, la perspectiva del socialismo? Y, más en general, ¿cómo estructurar la relación entre ese social constitutivamente carente de unidad y la interpelación discursiva exterior que parece concentrar en ella las energías políticas de lo que ya no tenemos derecho de nombrar: la totalidad social?

Derrotar al capitalismo: entre el sinsentido y la tentación totalitaria

La publicación de «Hegemonía y estrategia socialista» desencadenó vivas polémica que se referían tanto al carácter discursivo de su ontología social como al abandono de la política de clase en beneficio de los nuevos movimientos sociales. Algunos incluso vieron en ello la conclusión lógica de la refundación del marxismo emprendida en Francia por Althusser y que tuvo su prolongación en los trabajos sobre las clases sociales de Poulantzas. Otros se focalizaron en la extravagancia conceptual del post-marxismo; es decir, su constructivismo integral en base a recordar de forma razonable las tesis marxistas sobre la determinación de la economía o la centralidad del conflicto de clases. La demostración consiste entonces a exonerar a estos últimos de los reproches de reduccionismo y a sustraerlos al chantaje del todo o nada (el determinismo integral o la contingencia absoluta, la continuidad totalmente fundamentalista o la singularidad fluida de las construcciones hegemónicas, etc.) al que les someten Laclau y Mouffe 2/. Con la perspectiva del tiempo, se puede decir que estos debates expresan más la falta de energía teórica y política propia de los años 1980 que una confrontación como la que pudo suscitar el revisionismo de finales del siglo XIX y principios del XX. De todos modos, el reflujo del movimiento obrero y, en sentido inverso, el auge de los nuevos movimientos sociales, desarrollándose sobre ejes distintos de la lucha de clases, incluso en ruptura con ella, parecían confirmar la validez del giro postmarxista. Por ello el debate se desplazó rápidamente hacia el terreno definido por el propio Laclau y Mouffe: el del contenido del proyecto de democracia radical anunciado por su libro programático.

A partir de los años 1990, Laclau reorientó su posición para superar lo que percibió como un límite de su punto de vista anterior. En efecto, la crítica del fundamentalismo clasista apareció como una adhesión, típicamente posmoderna, a la fragmentación de las formas de subjetivación que deriva de la explosión de los particularismos que actúan en las lógicas sociales dominantes. Por ello, el acento se desplazó hacia las formas de construcción de un nuevo sujeto político, desconectado de cualquier presupuesto fundamentalista pero, al mismo tiempo, portador de un proyecto unificador, capaz de tomar el relevo al movimiento obrero. En sus grandes líneas, esta nueva articulación de los universal y lo particular reposa sobre el despliegue de la lógica hegemónica en tanto que vía de acceso a lo global, definido como espacio vacío, i.e. desprovisto de un contenido predeterminado, que lo particular intenta llenar sin lograrlo jamás 3/. Este intento totalmente necesario pero imposible es justo lo que impide cualquier cierre de la perspectiva de universalización en un sentido fundamentalista, como la noción del proletariado en tanto que encarnación de la clase revolucionaria. El reconocimiento del carácter limitado del sujeto política implica también romper con el doble postulado del pensamiento de la emancipación, entendido este en su sentido amplio, que engloba a la vez la ilustración y la tradición socialista que vino después: el de la ruptura dicotómica entre un antes y un después separados por un «acto fundacional plenamente revolucionario» de la sociedad, acto necesario para alcanzar una nueva sociedad «plenamente transparente», que eliminaría el conflicto y, más en general, la «alteridad radical». El primer aspecto se refuta en nombre de la antinomia entre, de una parte, la exigencia de radicalidad en la ruptura que presupone la existencia de un terreno (ground) común, antes y después de la revolución, sobre el que se opera la transformación radical en cuestión, y por otra, del cruce, de la discontinuidad que separa estos dos momentos y los hace inconmensurables 4/. El rechazo del segundo postulado parte de la necesidad de admitir «incluso la posibilidad de la eliminación de la alteridad radical» preconizada por la gran historia de la Salvación emancipatoria y su sustitución por las «dicotomías parciales y precarias constitutivas del tejido social (the social fabric)» de la que son portadores los «nuevos movimientos sociales» 5/. Así pues, se trata de aceptar la «naturaleza plural y fragmentada de las sociedades contemporáneas» y de inscribirla, para la puesta en pie de la lógica universalizadora esbozada previamente, en un espacio de equivalencia que «haga posible la construcción de una nueva esfera pública» 6/.

Será preciso esperar a finales de los años 1990 y a la emergencia de las diferenciaciones cada vez más agudas del lado de los intelectuales inicialmente agrupados, errónea o acertadamente, en el seno del postmarxismo y/o del postestructuralismo para que se pueda desarrollar un verdadero debate sobre estas tesis. En ese sentido, los intercambios entre Laclau, Žižek y Butler a finales de los años 1990 marcan un punto de inflexión 7/. A menudo, su dimensión polémica deja aparecer líneas de confrontación en las que lo que está en juego va más allá de las discusiones puramente especulativas sobre la ontología de lo social. Sin duda, por primera vez tras la polémica intramarxista de los años 1980 se cuestiona el significado de la puesta en cuestión del capitalismo.

Es Laclau quien plantea los términos del debate: hablar de ruptura con el capitalismo no es más que un significante carente de una referencia real; razonar de esa manera no es más que un residuo de la visión clasista-fundamentalista del mundo social. Para él, la cuestión crucial se debería formular de la siguiente manera: «¿Cuán sistemático es el sistema? 8/. A partir de ahí presenta dos soluciones: de un lado, la creencia en «leyes endógenas de desarrollo» que supuestamente garantizan la «destrucción del sistema», bien mediante su propio hundimiento o como resultado de la no menos mítica misión revolucionaria del proletariado; de otra, la comprensión de la sistematicidad en tanto que «construcción hegemónica», efecto totalmente contingente de dispositivos discursivos.

Evidentemente, planteada en estos términos, no cabe ninguna duda de cual debe ser la respuesta. ¿Quién de entre nosotros osaría defender una mezcla (totalmente incoherente por lo demás) de ingenuo determinismo y de creencia mesiánica sobre la misión del proletariado frente al encanto de la apertura, de la contingencia y de la pluralidad de posiciones subjetivas? Por ello, prosigue Laclau, la distinción que hace Žižek entre «luchas internas en el sistema» y «luchas para cambiar el sistema» carece de pertinencia: «esas afirmaciones no significan nada… su anticapitalismo [de Žižek] no es mas que una cháchara vacía… Sus llamamientos a derrocar el capitalismo y a terminar con la democracia liberal no tienen ningún sentido» 9/. La idea de una puesta en cuestión, al mismo tiempo, de la economía capitalista y de la democracia liberal suscite en el teórico argentino una verdadero estallido de ira. De ese modo, Žižek se ve acusado de querer retornar a los «regímenes burocráticos comunistas de Europa del Este en los que vivió» y, de ese modo, traicionar su propio pasado de disidente en la ex Yugoslavia titista.

Si descartamos sus polémicas formulaciones, ¿cuáles son las razones de fondo que le llevan a esta conclusión? Como hemos visto, Laclau rechaza por principio la idea «dicotómica» de la ruptura revolucionaria así como la visión de una sociedad emancipada que haya superado la «ambigüedad inherente a todas las relaciones antagónicas». Rechazando toda idea de cierre, defiende mantener una. «relación antagónica» en la que se trataría de «hacer actuar a los dos partes [a fin de] producir resultados que impidan a uno de ellos acapararlos de forma exclusiva» 10/. Hacia delante, el cambio social se debe pensar como un «desplazamiento de las relaciones entre los elementos; algunos internos y otros externos a lo que es el sistema». ¿Cómo interpretar estas alambicadas formulaciones? El resto de sus comentarios permite verlo más claro: «Cabría hacerse las siguientes preguntas: ¿Cómo es posible mantener una economía de mercado que sea compatible con un alto grado de control social del proceso de producción? ¿Qué tipo de reestructuración de las instituciones democráticas liberales se necesita para que el control democrático sea efectivo y no degenere en lo que podría ser la regulación de una burocracia todopoderosa? ¿Cómo debe concebirse la democratización para que tenga efectos políticos globales que sean, no obstante, compatibles con el pluralismo social y cultural existente en una sociedad dada?» 11/.

Más aún que la necesidad de preservar la economía de mercado, eufemismo habitual para designar el capitalismo, economía en la que las «instituciones democráticas liberales» se presentan como complemento indisociable y (mediando alguna restructuración) como única modalidad posible de la democracia sin más, es sin duda la última cuestión la más reveladora del contenido del proyecto intelectual de Laclau. En efecto, concibe la democracia radical como un proceso de extensión y de generalización de la lógica liberal-democrática a un creciente número de espacios sociopolíticos. Pero, atención: esta radicalización no debe superar determinados límites; precisamente aquellos que condicionan, en palabras de Laclau, el «pluralismo social y culturas en una determinada sociedad»; es decir, en buena lógica liberal, la economía de mercado y la propiedad privada.

Ya en un libro de 1985, Laclau y Mouffe planteaban una tensión constitutiva entre igualdad y libertad y remarcaban la necesidad de «equilibrar» la primera a través de la segunda para garantizar el carácter «plural» de la democracia 12/. Lo que les llevaba a la posición bien conocida desde las diatribas lanzadas por Edmund Burke y los intelectuales liberales ante la Revolución francesas, según la cual, la «lógica del totalitarismo» estaría en el seno de «todo intento de democracia radical», en la medida que la lógica expansiva de esa le empujar a «instaurar un centro que elimina radicalmente la lógica de la autonomía y reconstituye alrededor del mismo la totalidad del cuerpo social»< 13/.

Si el socialismo se inscribe en la continuidad de la radicalización del proyecto democrático que encarnó la Revolución francesa y, más en concreto, su ala jacobina, su presunto fracaso solo puede llevar a la exigencia de una autolimitación de la democracia. Desde el punto de vista de Laclau y Mouffe, de la misma forma que François Furet, el «totalitarismo jacobino» continúa siendo el riesgo inherente a todo proceso democrático, un riesgo del que nos puede proteger la creación de una «esfera pública común» 14/. Así pues, democracia radical, ma non troppo…

Una vez superada la lógica totalitaria del jacobinismo y de su heredero marxista, la «principal cuestión política» es la de elegir entre la «proliferación de los particularismos» (o su «unificación autoritaria», que no es sino la otra cara de la moneda) y los «nuevos proyectos emancipadores compatibles con la compleja multiplicidad de las diferencias que configurar la estructura (the fabric) interna de la sociedad actual» 15/. Esta insistencia en la «compatibilidad» del cambio social deseable con la estructura de las relaciones sociales existentes, definida a través del eufemismo típico del liberalismo como «el pluralismo de intereses», es muy sintomática. Los acentos «totalizantes» de la nueva problemática, que integra de forma selectiva elementos de la dialéctica clásica de lo particular y lo universal, no modifica lo más mínimo la orientación global, según la cual la cuestión reside en preservar como una riqueza esta «complejización de lo social» 16/ que caracteriza el actual orden social. Sobre todo, porque la plasticidad atribuida a este orden es casi ilimitada porque autoriza un despliegue continuo «siempre precario e irreversible» del proceso hegemónico que constituye «el punto de partida de la democracia moderna» 17/. Dicho de otro modo, todo pasa como si ningún obstáculo de orden estructural, dependiente precisamente de esta «heterogeneidad de lo social» no limitara la apertura al desafío permanente de todo «contenido» fijo que supuestamente caracteriza a la «sociedad democrática».

Incluso podríamos decir que, en ese sentido, Laclau va aún más lejos en su reformulación de la temática «antitotalitaria» en relación a sus tesis anteriores. En los años 1980, se trataba, en buena lógica liberal, de contrapesar y contener la lógica igualitaria por la de la «libertad». En la conclusión de un ensayo publicado inicialmente en 1992, llamaba a liberarse de la noción totalizante, dicotómica y escatológica de «emancipación» en beneficio de la de «libertad» 18/. En adelante, es la lógica de la propia libertad la que se debe auto limitar para no obstaculizar el «pluralismo»: «la completa realización de la libertad equivaldría a la muerte de la libertad, porque se habría eliminado en su seno toda posibilidad de disenso». La conclusión sigue siendo fundamentalmente la misma: «la división social, el antagonismo y su necesaria consecuencia –el poder- son las verdaderas condiciones de una libertad que no elimina la particularidad» 19/. Es por ello que Laclau declara que «incluso si mi preferencia es por una sociedad liberal-democrático-socialista, para mí está claro que si, en determinadas circunstancias, me veo obligado a elegir una de las tres, me inclinaría incontestablemente por la democracia» 20/. Una democracia que, como lo hemos visto, se plantea como inseparable de la «competencia entre grupos» y del «pluralismo de intereses» inherentes a la «economía de mercado». Subordinar la igualdad a la libertad y el socialismo a la democracia, eh ahí el fondo del argumento que concibe la relación entre esos términos como ineluctablemente antinómica. El «nuevo imaginario político» de esta «democracia radical», constantemente sometida a autolimitarse, sigue siendo totalmente interna al del liberalismo. Nos encontramos pues, y es necesario remarcarlo, en las antípodas de los permanentes intentos de los marxistas heterodoxos por repensar la relación inmanente entre socialismo y democracia, bien sean el Lukács de El Hombre y la democracia, que redefinía el proyecto socialista como una democratización de la vida cotidiana atacando el núcleo de las relaciones de producción, o del último Poulantzas 21/, del que en un principio Laclau se pretendía su continuador, que disecaba el «estatismo autoritario» impulsado por el neoliberalismo ascendente y planteaba el socialismo como el único porvenir posible de las conquistas democráticas arrancadas a los de arriba por las clases subalternas.