A los 100 años de su asesinato
En enero de 1919 Rosa Luxemburg, fundadora del Partido Comunista Alemán (Liga Spartakus) fue asesinada por una unidad de los cuerpos francos, banda de oficiales y militares contrarrevolucionarios –futuro vivero del partido nazi- que fueron enviados a Berlín por el ministro socialdemócrata Gustav Noske para acabar con el levantamiento espartaquista.
Es, como Emiliano Zapata en ese mismo año, una "vencida de la historia". Pero su mensaje continúa vivo en lo que Walter Benjamin define como "la tradición de los oprimidos"; un mensaje a la vez, e inseparablemente, marxista, revolucionario y humanista. Tanto en lo que respecta a la crítica del capitalismo como sistema inhumano, su combate contra el militarismo, el colonialismo, el imperialismo, como en su visión de una sociedad emancipada y su utopía de un mundo sin explotación, sin alienación y sin fronteras, este humanismo comunista atraviesa como un hilo rojo el conjunto de sus escritos políticos y también su correspondencia, sus emotivas cartas desde la cárcel, leídas y releídas por sucesivas generaciones de jóvenes militantes del movimiento obrero.
En la perspectiva de una refundación comunista para el siglo XXI resaltaría de forma particular cuatro temas de su pensamiento: el internacionalismo, la concepción abierta de la historia, la importancia de la democracia en los procesos revolucionarios y su interés por las tradiciones comunistas pre-modernas.
El internacionalismo
En la época de la globalización capitalista, de la mundialización neoliberal, de la dominación planetaria del gran capital financiero, de la internacionalización de la economía al servicio del beneficio, de la especulación y de la acumulación, la necesidad de una respuesta internacional, de una internacionalización de la resistencia, de un nuevo internacionalismo está más de actualidad que nunca. Sin embargo, pocas figuras del movimiento obrero han encarnado de forma tan radical como Rosa Luxemburg la idea del internacionalismo, el imperativo categórico de la unidad, de la asociación, de la cooperación, de la fraternidad de las y los explotados y oprimidos de todos los países y de todos los continentes.
Irreconciliable adversaria de los proyectos belicistas del Imperio germánico, no cesó de denunciar el militarismo y la carrera armamentista. Por ello se opuso a los turbios regateos de Wolfgang Heine y Max Schippel, revisionistas de la derecha socialdemócrata, con el gobierno del Kaiser: voto a favor de los créditos de guerra a cambio de medidas sociales, apoyo al militarismo (refuerzo de la flota naval) para crear puestos de trabajo, etc. Rechazó las pseudo-ventajas obtenidas al precio de consolidar la fuerza militar que, más pronto o más tarde, será empleada contra otros pueblos, en Europa o en las colonias, e incluso contra los propios obreros y obreras alemanes 1/.
Como se sabe, junto a Karl Liebknecht, fue una de las raras dirigentes del socialismo alemán y europeo que se opusieron a la Unión Sagrada y al voto a favor de los créditos de guerra en 1914. Las autoridades imperiales alemanes –con el apoyo de la derecha socialdemócrata- le hicieron pagar cara su coherente oposición internacionalista a la guerra encerrándola en prisión durante la mayor parte que duró el conflicto. Es entonces cuando define su principal punto de vista en un escrito de 1916: "La patria de los proletarios, a cuya defensa ha de subordinarse todo lo demás, es la Internacional socialista" 2/.
Confrontada al dramático fracaso de la II Internacional, se dispuso a unirse a otros marxistas para crear una nueva Internacional. Soñaba con la creación de una nueva asociación internacional de trabajadores y sólo la muerte le impidió participar, junto a las y los revolucionarios rusos, en la fundación de la Internacional Comunista en 1919.
Poca gente comprendió como ella el peligro mortal que representaba para los trabajadores y trabajadoras el nacionalismo, el chovinismo, el racismo, la xenofobia, el militarismo y el expansionismo colonial o imperial. La tarea inmediata del socialismo, escribió en ese documento espartaquista de 1916, "es la liberación espiritual del proletariado de la tutela de la burguesía, que se manifiesta en la influencia de la ideología nacionalista" 3/. Lo que ella entiende por nacionalismo no es las cultura nacionales de los diferentes pueblos, sino la ideología que convierte la Nación en un valor político y moral supremo, al que debe subordinarse todo" ("Deutschland über alles").
Se esté de acuerdo o no con sus tesis sobre la cuestión nacional, no se puede cuestionar la fuerza profética de sus escritos. Utilizo la palabra profeta en su sentido bíblico original (tan bien definido por Daniel Bensaïd en sus últimos escritos): no quien pretende "adivinar el futuro" sino quien expresa una anticipación condicional, quien advierte al pueblo de las catástrofes que acontecerán si no se toma otro camino.
Siempre en el mismo documento de 1916, advirtió: mientras existan el capitalismo y el imperialismo habrá nuevas guerras: "La paz mundial no puede asegurarse por medio de planes utópicos o, en el fondo, reaccionarios, como tribunales arbitrales internacionales de diplomáticos capitalistas, acuerdos diplomáticos como desarme (…) federaciones de Estados europeos, uniones aduaneras centroeuropeas y similares. El imperialismo, el militarismo y las guerras no podrán ser eliminadas o limitadas mientras las clases capitalistas sigan ejerciendo incontestablemente su dominio de clase" 4/.
Sus intuiciones fueron proféticas en la medida que los peores crímenes del siglo XX –de la Primera a la Segunda Guerra Mundial (Auschwitz, Hiroshima) y más allá- se cometieron en nombre del nacionalismo, de la hegemonía nacional, de la defensa nacional, del espacio vital nacional, y así sucesivamente. El estalinismo es también el producto de una degeneración nacionalista del Estado soviético, materializada en la consigna del socialismo en un solo país.
Se puede criticar algunas de sus posiciones sobre las reivindicaciones nacionales (contrariamente a Lenín, se oponía al derecho a la autodeterminación de las naciones y más bien proponía una forma de autonomía nacional-, pero percibió de forma clara los peligros de las políticas nacionales estatales: conflictos territoriales, depuraciones étnicas, opresión de minorías. No pudo prever los genocidios…
Una concepción abierta de la historia
En segundo lugar, y tras un siglo que no solo fue el de los extremos (Eric Hobsbawm) sino el de las expresiones más brutales de la barbarie en la historia de la humanidad, no se puede sino admirar un pensamiento revolucionario como el de Rosa Luxemburg, que supo rechazar la ideología cómoda y conformista del progreso lineal, el fatalismo optimista y el evolucionismo pasivo de la social-democracia, la peligrosa ilusión –de la que nos habla Walter Benjamín en sus Tesis de 1940- de que bastaba nadar a favor de la corriente, dejar actuar a las condiciones objetivas. Cuando en 1915 escribió en el folleto La crisis de la socialdemocracia (firmado con el seudónimo de Junius), la consigna "Socialismo o barbarie", Rosa Luxemburg rompió con la concepción –de origen burgués- de la historia como una progreso irresistible, inevitable, garantizado por las leyes objetivas del desarrollo económico o de la evolución social. Una concepción muy bien definida por Gyorgy Valentinovitch Plejánov, que escribió lo siguiente: "La victoria de nuestro programa es tan inevitable como la salida del sol por la mañana". La conclusión política de esta ideología progresista no podía ser otra que la pasividad: nadie tendría la absurda idea de luchar, de arriesgar su vida, de luchar por lograr que el sol saliera a la mañana…
Detengámonos un poco en el significado político y filosófico de la consigna "Socialismo o barbarie". Está sugerida en algunos textos de Marx o Engels, pero es Rosa Luxemburg quien le da una formulación explícita y definida. Implica la percepción de la historia como un proceso abierto, como una serie de bifurcaciones en el que el factor subjetivo –consciencia, organización, iniciativa- de las y los oprimidos constituye un factor decisivo. [Para llegar al socialismo] No se trata que madure la fruta en base a las leyes naturales de la economía o la historia, sino de actuar antes de que sea demasiado tarde. Porque la otra parte de la ecuación es el siniestro peligro: la barbarie. Mediante este término, Rosa Luxemburg no define una regresión imposible a un pasado tribal, primitivo o salvaje: desde su punto de vista, se trata de una barbarie totalmente moderna, de la que la Primera Guerra Mundial constituía un ejemplo impresionante, bastante peor en su mortífera inhumanidad, que las prácticas guerreras de los bárbaros conquistadores al final del Imperio romano. Nunca antes se habían puesto al servicio de una política imperialista y de masacre a una escala tan grande tecnologías tan modernas: tanques, gas, aviación militar.
Desde el punto de vista de la historia del siglo XX, la consigna de Rosa Luxemburg adquiere también un carácter visionario: la derrota del socialismo en Alemania abrió el camino a la victoria del fascismo de Hitler y, después, a la Segunda Guerra Mundial y a las más monstruosas formas de barbarie moderna que haya conocido jamás la humanidad, de las que el nombre de Auschwitz se ha convertido en todo un símbolo.
No es por casualidad que la expresión socialismo o barbarie se convirtiera en bandera y símbolo de reconocimiento de uno de los grupos más creativos de la izquierda marxista de la post-guerra en Francia: el que existía en torno a la revista del mismo nombre durante los años 50 y 60, animado por Cornelius Castoriadis y Claude Lefort.
La disyuntiva que marca la consigna de Rosa Luxemburg sigue estando de actualidad hoy en día. El largo periodo de retroceso de las fuerzas revolucionarias –de la que comenzamos a salir poco a poco- ha estado acompañado de la multiplicación de guerras y masacres de purificación étnica, desde los Balcanes hasta África, del aumento de los racismos, chovinismos e integrismos de todo tipo, incluso en el corazón de la Europa civilizada.
Pero existe un nuevo peligro que Rosa no previó. Ernest Mandel, en sus últimos escritos, señaló que la disyuntiva para la humanidad en el siglo XXI ya no sería, como en 1915, socialismo o barbarie, sino socialismo o muerte. Entendía por ello el riesgo de catástrofe ecológica fruto de la expansión capitalista mundial, con su lógica destructiva para el medio ambiente. Si el socialismo no llega para interrumpir esta vertiginosa carrera hacia el precipicio –de la que el aumento de la temperatura del planeta y la destrucción de la capa de ozono constituyen los elementos más visibles- lo que está amenazado es la propia superviviencia de la especie humana.