Lo de ayer fue el resultado de años de luchas de organizaciones de la diversidad, apoyadas por instituciones de la sociedad civil, ciudadanos anónimos y ayudadas por el compromiso de legisladores.
Laura Leonelli.
El de ayer fue un día histórico, que aun sorprende hasta a los más optimistas de la primera hora: Argentina es el primer país de América latina y noveno en el mundo en proteger por ley a las familias formadas por dos personas del mismo sexo.
Fue el resultado de años de luchas de organizaciones de la diversidad, apoyadas por instituciones de la sociedad civil, ciudadanos anónimos y ayudadas por el compromiso de legisladores que levantaron la mano, a pesar de los costos políticos.
Llegó luego de un debate que hizo visible miserias humanas: mezquindades políticas de la lógica oficialismo-oposición; intolerancia ideológica; masivas marchas sin precedentes motivadas por la moral religiosa, movilizaciones que no se ven ante otros temas que afectan las vidas de las personas que viven en la pobreza, en el maltrato y en un largo etcétera de sufrimientos.
Los juristas acudieron a leyes supremas: la Constitución y los tratados internacionales se usaron, más que como parámetros objetivos, como excusas para fundamentar posiciones individuales dicotómicas.
La discusión fue transversal, hubo apoyos y disensos en el seno de los partidos políticos, entre los psicólogos, los abogados e, incluso, en el interior de la Iglesia Católica, de la comunidad judía y de los evangelistas.
Y, se sabe, la promesa de la igualdad siempre queda trunca si sólo se habla de la igualdad jurídica: los prejuicios disimulados y las discriminaciones manifiestas hacia homosexuales y lesbianas no serán eliminados con la letra de la nueva norma. Sin embargo, existen hitos que no sólo reconocen la realidad social (las familias de personas del mismo sexo), sino que también ayudan a mejorarla, desde lo jurídico y también desde lo simbólico. La ley que se aprobó esta madrugada es uno de ellos.